Desearía poder cambiarlo todo y volver al principio. Desearía desechar todos los momentos de alegría, todas esas pequeñas ilusiones cultivadas y regresar a ese estado inicial. Ahora, a mi alrededor, no hay más que oscuridad e incertidumbre. Miento, a veces encuentro olas de tranquilidad y paz, pero son transitorias, mínimas. Ojalá pudiera sacar esta nube que ha anidado en mi cabeza o incluso ser otra persona. Ya no sé qué quiero o qué espero de mí, de los demás. Supongo que poco de mí y nada de los demás. He aprendido esa lección. Es lo único que cuenta.

La decadencia ha llegado. Todo el camino ahora es cuesta abajo. Oigo voces pero no tienen ningún sentido. No son más que voces que ululan a mi alrededor. Sonidos inconexos e incongluentes. Como nosotros. Porque en realidad las personas somos absurdas, actuamos sin ningún tipo de mecanismo, nos dejamos llevar por los impulsos. Oscuridad. Ya nada tiene sentido. Un silbido me demuestra que el fin está aquí. Un estruendo que me mata, me aniquila poco a poco. Ojalá pudiera sentirlo de manera más intensa para ser más consciente de este momento. Acabará y nadie sabrá lo que sentí ni lo que significó para mí. Algunas imágenes se posan en mi frente pero no son recuerdos, ni siquiera son sueños, son películas de la vida que jamás llegué a alcanzar. Odio a todo el mundo porque nadie me ha querido. Nadie pudo darme una oportunidad en este juego tedioso. Yo podría haber vivido. Yo podría haber sido algo.

Pienso mucho últimamente en mi vida. En cómo era, en cómo es y en cómo será. Reflexionando y comparando, he descubierto que prima la incertidumbre. También me doy cuenta de que he cometido muchos errores, errores que podría haber evitado sin duda pero que me han permitido encontrarme justo donde estoy ahora. Miro atrás y me arrepiento y siento vergüenza incluso, pero no hay nada que hacer, simplemente aceptarlo y tenerlo presente para no repetirlo. De mis dudas y vacilaciones, sólo una cosa tengo clara. Mi vocación. Me siento más escritora que nunca. Y eso que no he escrito jamás una novela… y hace años que no acabo un relato. Pero lo siento así. Y siento la motivación. Y siento las ganas. Y siento la inspiración. Ahora sólo falta que deje salir de mis dedos todos estos sentimientos. Que fluya.

La ciudad de belleza decadente


Ámsterdam es una de esas ciudades que todos conocemos aunque no hayamos visitado nunca. Sabemos de sus canales, sabemos de las aventuras que imperan por las calles del Barrio Rojo, sabemos de sobra qué clase de sustancias se consumen en los coffeeshops… pero al mismo tiempo, Ámsterdam es una gran desconocida, porque es necesario acudir a ella para descubrir su belleza decadente.

En cuanto llegas a Ámsterdam, un halo de encanto de otra época te envuelve. Son las casas de ladrillo rojo, sus mansiones del siglo XVII, las calzadas inundadas de bicicletas, los puentes y los canales. Es casi como sumergirse en una ciudad de cuento, parecida a Brujas pero más cosmopolita, con esa sensación de gran ciudad. Creo que fueron dos cosas las que me llamaron la atención a mi llegada, los postes publicitarios y los canales. En Ámsterdam prácticamente no hay publicidad por las calles, no como en Madrid, por ejemplo, en la que las calles están cargadas de anuncios y eslóganes; puede que sea por esta falta de carteles, que Ámsterdam se mantiene más pura. Y luego están los canales. Los canales rodean y cruzan toda la ciudad. Es sorprendente cómo algo tan sencillo puede ser tan bello. Y aún más sorprendente, cómo los canales están repletos de casas flotantes en las que vive un número elevado de la población.

La bicicleta es el transporte principal en Ámsterdam, el tráfico es inexistente en sus carriles. Vayas por donde vayas, encontrarás las calles invadidas por ellas. Son casi un elemento ornamental. Eso sí, hay que andar con ojo porque las bicicletas tienen preferencia y pasarán igualmente a tu lado si no te apartas al oír su bocina.

Una buena alternativa para la tarde es tomar un café en un coffeeshop. Son unos lugares muy tranquilos y agradables, lejos de lo que la gente se piensa, donde los jóvenes y no tan jóvenes se reúnen a charlar y a fumar las sustancias legalizadas.

Como turista, hay una serie de puntos que no pueden dejar de visitarse: el Barrio Rojo, el museo Van Gogh, la casa de Ana Frank… Visitar el Barrio Rojo no resulta menos que curioso, porque adentrarse en él es entrar en un mundo de luces escarlatas vivas y de mujeres ligeras de ropa en escaparates. Irónicamente, éstas son el elemento que menos llama la atención en este ambiente. Resultan más escandalosos los viandantes incluso o sus comentarios. El museo Van Gogh es una parada obligada, un buen lugar donde pasar una mañana contemplando obras del artista holandés desde las más desconocidas a las grandes obras maestras. Actualmente hay una exposición de la Barcelona del siglo XIX, muy completa, es extraño sentirse turista de tu propio país en el extranjero. Yo, personalmente, me quedo con la visita a la casa de Ana Frank. Verdaderamente sólo es una casa, vacía, sin muebles y casi sin objetos de muestra, pero produce un escalofrío tremendo recorrerla y sentir que allí vivieron los protagonistas del genocidio nazi. Asimismo, las paredes de la casa están teñidas con citas literales del diario, sobrecogedoras, que te trasladan al año 1945.

Ámsterdam acoge a jóvenes y mayores porque tiene mucho que ofrecer. Es una de esas ciudades que merece la pena visitar caminando para no perder un solo detalle.


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Era ocho de noviembre. Mantenía el libro entre sus manos. Miraba las palabras, pero no era capaz de leerlas. Sólo pensaba en que era ocho de noviembre. Más allá de las descripciones y los diálogos de su novela, no podía ver más que unos ojos marrones. Y que era ocho de noviembre. No quería traer recuerdos a su memoria. Él no era débil. No se sentía triste. Nunca lloraba. Si lo deseaba, podía abstraer de su mente lo que le molestaba y seguir adelante. Pero esta vez era distinto. Simplemente la veía. Sabía perfectamente cuál sería su gesto en ese preciso momento. Una mirada grande oculta tras un largo cabello oscuro, una sonrisa tímida que escondería los dientes y unos dedos que no dejarían de tamborilear sobre el muslo. Ésas eran las pequeñas cosas que echaba de menos de ella. Era ocho de noviembre y podría haberla tenido a su lado. Pero ya era demasiado tarde… Sintió una punzada dentro de sí. Habían pasado demasiadas cosas. La punzada empezó a tornarse en aflicción… Levanto la cabeza de pronto, miró al frente, dejó de pensar y volvió a la lectura.

El ruido era ensordecedor. Colocó las palmas de sus manos sobre los oídos y contuvo un grito de rabia. No lo soportaba más. Estaba harta de las voces, le estaban volviendo loca. Sólo deseaba que dejaran de existir. Pero estaban por todas partes. Se apoyó en el muro y dejó caer su cuerpo sin retirar las manos de los oídos. No podía más…

De pronto se dio cuenta de lo feliz que se sentía, sin más. Intentó contener su sonrisa, pero no pudo, se le escapó tras los dedos de su mano. No sabía muy bien qué le deparaba el futuro, pero sabía que tenía que dejarse llevar para descubrirlo. Había sentido miedo, tristeza y la absoluta oscuridad sobre sí, pero decidió levantarse y buscar algún rastro de luz. Sí, la luz debía de estar cerca.

Amiga Conciencia, Amante del Remordimiento

Ella, frente al espejo perfilándose los labios de color rojo pasión como dibujos en el aire, casi lista para salir. Él, escribiendo un importante artículo. Ella, joven, llena de vida y sin embargo, apagada. Él, adulto, embriagado de vida y no obstante sediento de su sustancia. Ana y Antón, Antón y Ana. Dos personajes tan diferentes y semejantes a la vez. Dos individuos de distintas edades, uno maduro llegado a la barrera de los cuarenta y otra, adolescente. Padre e hija que no se conocen y no saben de sus existencias paralelas.
Ana miró acelerada su reloj de muñeca. Eran las diez y cincuenta y siete, llegaba tarde. No obstante, sabía que estaría a tiempo. Cogió el bote de gomina, lo vació en sus manos y roció en su cabello agitándolo bruscamente. Sonrió ante el espejo y se dio cuenta de que no era ella. Nunca le había gustado sonreír, siempre había resultado de lo más falso. Aunque nadie había parecido darse cuenta, haber ensayado ante el cristal durante años le había ayudado a disimularlo.
Se colocó la cazadora sobre los hombros, pasó rápidamente a través del salón, donde estaban sus padres e hizo un leve gesto indicando que se iba. La madre suspiró, tenía sólo quince años, pero hacía tanto que se les había escapado... Su padre permaneció igual, pretendía fingir que leía, aunque su cerebro pensaba en la excusa ideal para poder escapar de aquel infierno acogedor.
- Adiós. – Se oyó suave, tras lo que se siguió un portazo.
- Marina, - Se refirió a su esposa. Tosió repetidas veces, pues su nerviosismo le paralizaba. – He estado pensando que me apetece un helado.
- ¿Un helado? ¿A estas horas de la noche?- Preguntó la mujer sorprendida.
- Sí, uno de chocolate y nueces.
- ¿Por qué no esperas y te lo tomas mañana? Ahora no habrá nada abierto.
- Te equivocas, en la calle Los Apóstoles hay una heladería que siempre está abierta. De hecho, voy a ir, ahora mismo. – Y se levantó de su asiento.
- Bueno, pues no olvides la basura.
Marina sabía muy bien que no se trataba de ningún helado, ni de ganas de pasear, sólo era una excusa para salir de allí. Tenía cuarenta y dos años y no se sentía atractiva. De algún modo, su marido había contribuido a eso. Ya no se le acercaba por la espalda para besarla apasionadamente o la sorprendía en el trabajo. Lo cierto es que desde que dejó la profesión para ocuparse de lleno a su familia, todo había cambiado.
- Llegaré tarde. – Susurró antes de dar un golpe involuntario.

Ana llegó junto a sus amigos.
- Ya era hora. – Exclamó uno de ellos.
Acto seguido mostró una de sus actuadas sonrisas y uno de los chicos del corro allí formado le pasó el brazo sobre su hombro.

Antón esperaba bajo la oscuridad del portal. Apretó el interruptor del telefonillo una vez. Y nadie contestó. Volvió a hacerlo, pero esta vez de una forma más interrumpida. Seguía sin percibirse ninguna reacción.
Oscuros pensamientos se tornaron sobre su cabeza. ‘Son las once y dieciséis, no es demasiado tarde en realidad, pero ella no suele salir a estas horas, aunque sea viernes. Al menos eso es lo que siempre me ha dicho. Yo creo conocerla lo suficiente como para saber esa clase de cosas... Quizás me haya mentido. Quizás haya fingido durante todo el tiempo que la conozco...’
En ese instante una voz de mujer cansada acabó con el silencio a través del aparato:
- ¿Sí?
- Soy yo, abre por favor.
El portón grande se abrió ante sus narices y corrió hacia arriba.

Ana había llegado junto a sus amigos a una plazoleta no muy habitada. Se posaron frente a un balcón. El mismo chico de antes les dijo a todos ellos: ‘Ya sabéis, con las luces apagadas y sin que nadie os vea’.
Tres minutos más tarde, la persiana que guardaba el balcón de la calle se abría y una mano hacía una seña a la que todos subieron rápida y silenciosamente.
Ana ya estaba acostumbrada a eso, aunque pareciera algo raro a simple vista. El joven de la mano, Esteban, era el ‘dueño’ del piso, en realidad lo era su abuela, pero aprovechaba que no estaba para llevarse a Ana, su ‘chica’ y a sus amigos con sus respectivas parejas para tener intimidad. Lo curioso es que no solían variar de actividades allí porque la norma clave era no encender luces para que ningún vecino pudiera decir nada.

Marina, que había permanecido en casa callada en la más cruel de las soledades, miraba por la ventana. No esperaba ver nada, no obstante, a la vez esperaba ver algo. Deseaba con ansias encontrar una sombra parecida a la de su marido. Y sin darse cuenta, empezó a llorar. No podía evitarlo. No. Por mucho que tratara de engañarse, todo era evidente. Antón tenía una amante. Desde hacía ya mucho, estaba convencida. ¿Y quién sabe si no había sido una sucesión de muchas? Se sentía tan sola... Y no sólo por él, sino por su hija. Su Ana, la niña de sus ojos. No la conocía, había intentado acercarse a ella tantas veces, pero no había dado resultado. Se mostraba esquiva, como si ya fuera demasiado adulta para necesitar a su madre. Pues, ella tenía cuarenta y dos años y necesitaba a su hija. Necesitaba tanto, daba tanto y los demás le daban tan poco...
Con los ojos enjugados por las lágrimas, corrió hacia el baño, corrió como nunca lo había hecho aunque le pareció todo lo contrario. Abrió la pequeña vitrina donde guardaba todos los analgésicos y se dispuso a tragarlos todos.

Hacía rato que Antón había subido al cuarto piso letra C. Allí, una mujer joven y muy guapa le había abierto la puerta en bata y con el cabello desordenado. Al verlo le sonrió y se sorprendió a la vez.
- Has tardado en contestar. – Exclamó él feliz tras tenerla enfrente.
- Estaba trabajando en cosas importantes, además, no te esperaba. ¿Qué haces aquí? Pensaba que tenías importantes asuntos que remediar con tu mujer. – Dijo sarcástica frunciendo el cejo.
- No tan importantes. Al menos no tanto como para mantenerme alejado de ti.
- Eso suena a frase preparada y de culebrón. - Antón estrechó a Isabel entre sus brazos. - ¿Sabes? Creo que me gustabas más cuando no me hacías caso. Me causaba más deseos de que fueras mío. – Rio y entraron al apartamento.

Los chicos habían intercambiado algunas palabras que habían resultado chistes con poca gracia. Las tres parejas se jugaron las habitaciones y cada uno quedó satisfecho. Los últimos en quedar en el salón fueron Ana y Esteban. Se besaron, y él le cogió la mano a ella dirigiéndola a su dormitorio correspondiente.
Llegaron allí, ya conocían aquel lugar. No era demasiado grande y de todas formas a oscuras no se veía muy bien. Ambos se tumbaron abrazados en el lecho y Esteban empezó a besuquearla mientras que la rozaba con sus manos congeladas por todo su cuerpo.
De alguna u otra forma, aunque ya se lo había hecho muchas más veces no lograba acostumbrarse. En aquel escenario preparado, no podía evitar sollozar, pero por dentro. Nadie excepto ella podía darse cuenta de lo que ocurría. No se sentía bien consigo misma, se sentía sucia y no estaba orgullosa.
¿Qué hacía en una cama a oscuras con un chico demasiado ‘entusiasmado’ sintiendo que tenía todo el poder sobre ella? En el colegio de monjas en el que había estudiado de toda la vida no le habían enseñado eso. Ni siquiera su madre que siempre apoyó las relaciones sexuales antes del matrimonio con alguien de quien estuviera enamorada y cuando estuviera preparada para esa clase de conexión, hubiera aprobado eso. Era mucho más que eso, hacía años que no le ocurría, pero su conciencia le dictaba que eso estaba mal, que debía parar. Comenzó a sentirse extremadamente violenta.
Antón le dio un sorbo a la taza de café que Isabel le había preparado. Al saborearlo, no pudo evitar arrojarlo. Estaba horrible.
- Olvidaba que el café no es tu fuerte. –Manifestó al fin.
- Ah, ¿sí? ¿Y cuál es mi fuerte si puede saberse? – Preguntó con curiosidad.
- Pues, si lo que estás preguntando es qué me gusta exactamente de ti...
- Algo debe haber después de dos años, ¿no?
- A ver... Eres muy buena en tu trabajo, tienes un carácter fuerte y atrevido, no dejas que los problemas te causen dolor...
- Supongo que eso ha ocurrido como consecuencia de todas mis turbulentas y fracasadas relaciones... Quizás, si no fuera por eso, no estaría contigo.
- ¿Qué quieres decir?
- Antón, no seas ingenuo. Estás casado, tienes incluso una hija. Desde el principio supe que lo nuestro no tenía futuro. Sé que no dejarás nunca a tu mujer, si es que ella no lo hace primero. De alguna forma, si yo no dejo de quererte antes, tendré que dejarte porque hay ciertas cosas que necesito y tú no podrás darme.
Antón quedó pensativo durante unos minutos. Nunca había razonado aquellas ideas, sin embargo tenía muchísimo sentido. Era verdad que no podría dejar a Marina, era su esposa desde hacía tantos años... Y la quería, no con pasión, pero sí con un cariño especial. Hacerle eso, la destrozaría.
Y empezó a sentir remordimientos. Aunque no por Marina, sino por Isabel. Aquellos dos años habían sido estupendos, no obstante, el futuro no podría seguir así. La había engañado y también se había engañado a sí mismo.
Suspiró, le dio un beso en la frente.
- Adiós. – Murmuró de forma casi apagada. Aquel adiós era mucho más que una despedida momentánea, no sabría si sería capaz o no, pero no intentaría volver a ir a visitarla. La quería y no deseaba hacerle más daño.

Marina tragó una pastilla, dos, tres. La cuarta no pudo engullirla. ¿Qué estaba haciendo? Aún era joven, al menos ella podía volver a sentirse así. Había razones importantes por la que no continuar con la acción: Su hija, la más importante. Y ella, por supuesto. Nunca había sido muy fuerte, de todos modos, tampoco podía dejar llevarse por la emoción exasperante. No, se levantó delicadamente del suelo y se dirigió a su dormitorio. Allí, cogió un bonito vestido y se lo colocó. Después, untó sus mejores pinturas en su rostro y vio que todavía podía tener un poco de brillo de felicidad en sus ojos, así que no lo desperdiciaría.

Ana seguía allí, en la incómoda ama turca, en una situación más incómoda aún. Por dentro, un globo de aire se le iba hinchando más y más, parecía que iba explotársele dentro. Y como si un espíritu poseyera su cuerpo, empujó a Esteban y se apartó de él. Sin decir ni una sola palabra cogió su abrigo y se fue.
Era la primera vez en toda su vida que hacía algo espontáneo, algo que nadie hubiera esperado de ella, algo que quería hacer y que no iba a agradar a nadie excepto a sí misma.
Ana, Antón y Marina. Estaban confusos, no sabían exactamente qué había ocurrido esa noche, sólo sabían que podrían dormir con las conciencias tranquilas.

Un comienzo por un comienzo

Todo se quedó en silencio de pronto y ella sintió una punzada muy dentro de sí. Nunca había sido tan consciente de que lo había perdido absolutamente todo y que ya no le quedaba nada por lo que seguir levantándose cada mañana. No miró por la ventana, no hizo falta, aquél era uno de esos días grises, lo sentía por todas partes, en ella misma. La humedad del ambiente le llegó a las manos, a la piel. Se percató de pronto de que era el momento de decidirse. Permanecer quieta o levantarse. Morir y seguir adelante.