Era ocho de noviembre. Mantenía el libro entre sus manos. Miraba las palabras, pero no era capaz de leerlas. Sólo pensaba en que era ocho de noviembre. Más allá de las descripciones y los diálogos de su novela, no podía ver más que unos ojos marrones. Y que era ocho de noviembre. No quería traer recuerdos a su memoria. Él no era débil. No se sentía triste. Nunca lloraba. Si lo deseaba, podía abstraer de su mente lo que le molestaba y seguir adelante. Pero esta vez era distinto. Simplemente la veía. Sabía perfectamente cuál sería su gesto en ese preciso momento. Una mirada grande oculta tras un largo cabello oscuro, una sonrisa tímida que escondería los dientes y unos dedos que no dejarían de tamborilear sobre el muslo. Ésas eran las pequeñas cosas que echaba de menos de ella. Era ocho de noviembre y podría haberla tenido a su lado. Pero ya era demasiado tarde… Sintió una punzada dentro de sí. Habían pasado demasiadas cosas. La punzada empezó a tornarse en aflicción… Levanto la cabeza de pronto, miró al frente, dejó de pensar y volvió a la lectura.

El ruido era ensordecedor. Colocó las palmas de sus manos sobre los oídos y contuvo un grito de rabia. No lo soportaba más. Estaba harta de las voces, le estaban volviendo loca. Sólo deseaba que dejaran de existir. Pero estaban por todas partes. Se apoyó en el muro y dejó caer su cuerpo sin retirar las manos de los oídos. No podía más…

De pronto se dio cuenta de lo feliz que se sentía, sin más. Intentó contener su sonrisa, pero no pudo, se le escapó tras los dedos de su mano. No sabía muy bien qué le deparaba el futuro, pero sabía que tenía que dejarse llevar para descubrirlo. Había sentido miedo, tristeza y la absoluta oscuridad sobre sí, pero decidió levantarse y buscar algún rastro de luz. Sí, la luz debía de estar cerca.