No paraba de repetir "Dios mío, no me abandones. Dios mío, no me dejes aquí sola". Lo hacía con las palmas de las manos unidas, a modo de rezo, a modo de cántico, con los ojos enjugados en lágrimas de emoción. Lo sentía muy dentro de sí, muy intenso, con una gran fuerza. "Dios mío, no me abandones" eran las únicas palabras que salían de sus labios. Cayó al suelo y olvidó dónde se encontraba, olvidó el momento preciso e incluso se olvidó de su propia existencia. Tan sólo conocía unas palabras, tan sólo era consciente de "Dios mío, no me abandones. Dios mío, no me dejes aquí sola".

Ya era hora. Ya empezaba a ser el momento de que aceptara la realidad y dejara de soñar despierta, que dejara de vivir en aquel mundo que ella se había creado para evitar pensar. Él no la quería. Al menos como ella necesitaba que la quisiera. Así que hizo de tripas corazón y agarró la pequeña estaca que se le había clavado en el corazón con las dos manos, muy fuertemente, y la sacó. Comenzó a perder un poco de sangre, pequeñas gotas, pero sabía que era cuestión de tiempo que dejara de sangrar.