Me duelen los pies, pero no estoy cansada. No he caminado, es más, no me he movido de mi asiento en toda la tarde. Pero mis pies no pueden moverse. Están paralizados. Cargan con demasiado peso, mi alma se cayó sobre ellos. Debería haber intentado recogerla, pero pensé que podría hacerlo más tarde. Tenía otras cosas que hacer, excusas en realidad. Las horas pasaron, el día se transformó en noche y mi alma no se movió. Yo no hice esfuerzos por desplazarla tampoco. Comienza a acomodarse en mis pies y temo que no vuelva a su lugar originario. Está demasiado lejos. Qué haré sin ella. Desearía alzar la voz y que me hiciera caso, pero ha perdido todo apego a mí y mis pies, fríos como un cadáver, le proporcionan más sosiego. Me pregunto si podría continuar sin ella. Glacial como el hielo, gélida como mis pies. Sin alma, sin sentimientos, viviendo una vida, observándola más bien.

El despertador sonó más estridente que nunca y deseó que aún no fuera la hora. Para muchos aquella afirmación resultaría una obviedad, no obstante, en su caso, se trataba de una novedad absoluta. La mañana era su momento favorito del día. Tal vez por la brisa, el sol incipiente o incluso la simbología del comienzo, no sabía muy bien por qué, pero prefería la mañana ante cualquier otra etapa de la jornada. Sin embargo, aquella mañana la idea de levantarse de la cama parecía un imposible. Más que un imposible, una pesadilla. A pesar de sus sueños y demás fantasías nocturnas, no había dejado de darle vueltas a aquello. Justo antes de irse a dormir, había terminado la lectura de cierto relato en el que el protagonista ponía fin a su vida, y con éste, el fin a su sufrimiento. No había entendido por qué alguien haría algo así, puede que nunca habría concebido esa posibilidad, pero de pronto, en aquel relato, en aquellas circunstancias, no existiese otra alternativa. No creía que ella misma estuviese pensando eso. El fin. Jamás se lo había planteado de aquella manera. Siempre se había enfrascado en el principio. Sentía que su universo había sido puesto en duda. Su percepción de la vida, del ser humano, incluso del día mismo estaba entredicho. ¿Qué primaba entonces? ¿El comienzo o el desenlace? Al fin y al cabo, si algo tenían en común los seres humanos era su origen y su desaparición. Lentamente fue incorporándose, habituándose a su, repentino desconocido, dormitorio. Su mirada había cambiado y del mismo modo, lo que percibía a través de ella. Sus muebles, sus libros, su ropa, la decoración… habían dejado de tener sentido y se habían transformado en objetos inanimados que la alejaban de la verdad, de algo más importante, que hasta ese preciso momento no había sido consciente que buscaba. Casi sin mirarse al espejo (le asustaba lo que pudiera encontrar tras su revelación), se vistió y Salió hacia la facultad. Escogió su camino habitual. El sol brillaba con fuerza y cualquier otro día lo habría disfrutado, habría sido feliz sintiéndolo en su piel, cualquier día hasta ése. De repente, no era suficiente. Empezó a fijarse con detenimiento en las personas que paseaban por su misma acera. Se preguntaba de si serían conscientes de que lo único real, de que la reminiscencia más tangible que les quedaba era la muerte. Probablemente no. Probablemente lo ignorasen, porque la cotidianeidad resultase más sencilla así. El día se convirtió en oscuridad. Todo resultaba lóbrego y carente de sentido. La respiración comenzó a acelerársele. Intentó calmarse, tranquilizarse, pero no lo consiguió. Corrió a una cafetería y se dirigió directamente al aseo. Se dejó caer en el suelo, se cubrió los ojos con las manos y deseó recuperar su antigua mirada, un poco de brillo. Aquello era demasiada información. Demasiada. No sabía si podría soportarla.

Habían abandonado sus esperanzas y sus sueños, ya no les quedaba nada, salvo ellos mismos. Habían permanecido en la oscuridad de la habitación durante horas ya. No sabían qué decirse, no tenían qué decirse. Lo único que quedaba por expresar era adiós, pero resultaba duro. Más difícil de lo que habían imaginado. Tan sólo tendrían que apagar la única bombilla restante y lanzar las llaves al suelo, pero los gestos pueden llegar a convertirse en rituales imposibles de interpretar. De pronto nada tenía sentido, ni el escenario, ni su historia común, ni el futuro. Aquel apartamento se había transformado en una nebulosa independiente, suspendida en la nada. En su interior, la vida había dejado de fluir. Sabían que tan pronto como atravesaran la puerta, el relato pondría su punto final. Tal vez no estaban preparados después de todo. Sabían que necesitaban separarse el uno del otro, la locura y el sinsentido se habían apropiado de sus momentos, aquéllos que antaño fueran dichosos o simplemente satisfactorios. Lo complicado no era comenzar una nueva vida sin el otro, más bien, asimilarlo. Asumirlo era el abismo.

III

Era tan frágil y tan bonita. Incluso apoyada en el escritorio, fingiendo redactar algún documento al ordenador para evitar llorar allí mismo, resultaba perfecta. Intentaba disimularlo con sonrisas nerviosas y actividad frenética con el programa, pero todo aquello no era más que una actuación. Sabía que se sentía afligida porque siempre que algo la mortificaba se mordía el labio y se echaba el pelo hacia atrás reiteradamente. Se había pasado toda la tarde así.
Ay, Ana, si te dieras cuenta de que lo sé todo sobre ti. Cada pequeño detalle. Que te admiro en la distancia desde hace tanto tiempo. Que podría quererte como te mereces, hacerte sentir bien, feliz y no una desgraciada como ese noviete que tienes que te ningunea, que te convierte en un ser insignificante. Sé que eres frágil, aunque lo niegues, aunque finjas ser fuerte. Conmigo no tienes que fingir. Ojalá dejaras que te diera un abrazo. Juan la contemplaba desde su escritorio, a lo lejos, pensando todas aquellas cosas que jamás sería capaz de decirle.
A pesar de que ella no había pedido su ayuda, decidió acercarse y darle la oportunidad de aliviarse. Se acercó a su mesa con un café en sus manos y esperó su reacción. Ella se limitó a darle las gracias con un bufido y a dejar el vaso junto a ella, sin probarlo, sin mirarle. Juan comenzó a impacientarse, de modo que le dijo que no tenía muy buen aspecto. Ella continuó sin inmutarse hasta que él le preguntó. Y ella le gritó. Juan se marchó avergonzado. Corrió por el pasillo, sin pensar, corrió evitando pensar, chocó con el carrito de la señora de limpieza, no supo qué decir, continuó su carrera y llegó al lavabo.

El aseo masculino estaba desierto. Con la respiración alterada, se observó en el espejo. ¿Por qué era tan estúpido? No era más que un iluso. Era imposible que Ana se fijara en él. Un tipo corriente, de camisas a cuadros. Un gordinflón sin personalidad que no tenía más que ofrecerle que un café. Estaba a punto de recriminarse todo aquello que odiaba de sí mismo cuando alguien cruzó la puerta del aseo y fingió que se lavaba las manos y se marchó. Ni él ni nadie oiría lo que tenía que decir.

Se iba quebrando poco a poco, muy lentamente y nadie se percataba de su descenso. Agachaba la cabeza y miraba por el rabillo del ojo, preguntándose si de verdad todos estaban tan ciegos, tan inmersos en sus propias infelicidades, que no eran capaces de notar su sonrisa marchita o su voz a punto de extinguirse. Siguió caminando, haciendo un esfuerzo sobrehumano, abrazándose a sí como apoyo, para no caer. Entre risas húmedas, se dio cuenta de lo ridículo de la situación. Siempre igual, siempre tratando de ser lo que los demás pretendían que fuera. ¿Y quiénes eran los de más? Una masa inexistente, con mayor autoridad en su cabeza que en ninguna otra parte. Todo, pero al fin y al cabo, nada.

En el fondo, esperaba que alguien hablara y rompiera el silencio en su lugar, por primera vez. No podía acostumbrarse al silencio. Resultaba más doloroso de lo que había pensado.

Siempre había tenido tantas cosas que decir, tantas, que tenían que pedirle que cerrase la boca. Era una persona de ésas que no soportan los silencios, aunque no resulten incómodos, y que comienza a hablar automáticamente, más que como un mecanismo. Siempre. Siempre había tenido historias que contar, algunas más divertidas, otras tediosas, pero siempre había habido algo. Sin embargo, de pronto, se había callado. No lo había hecho por rebeldía ni porque desease demostrar nada a nadie, simplemente se había quedado sin palabras. Movía los labios, hacía el amago de lanzar una sola palabra al viento y ésta carecía de sentido. No sabía muy bien qué pensar, es más, casi no podía pensar, el impacto aún perduraba. Un pequeño pinchazo bajo el abdomen le oprimía desde entonces, desde que todo cobrara sentido. En ocasiones sólo basta un pequeño detalle para que todas las piezas encajen. Intentaba reflexionar, sin embargo, ninguna palabra parecía la adecuada para definir aquella realidad. Ya eran dos días en el vacío, en el silencio. Comenzaba a acostumbrarse a ese nuevo reino de afonía. Tal vez fuera lo mejor, aceptar el silencio de una vez por todas y seguir adelante con su vida.

II

Eran las seis, en una hora podría volver a casa. En la oficina sólo se oían las tímidas voces de los que descuidaban el trabajo, el aquí y para allá de los pasos nerviosos que recorrían el pasillo, el sonido casi invisible de la fotocopiadora y el incesante tono de los teléfonos de fondo. De pronto, suspiró y decidió echar un vistazo a su teléfono móvil. Nada. Ni una sola llamada. Ni un rastro de él. Había esperado algún tipo de señal, pero no había habido nada. Una disculpa por cómo le había hablado. No sabía, algo… Pensándolo bien, ella había sido la que había gritado primero, ella había dicho aquellas cosas horribles, ella le había hecho daño a propósito. Pero no pudo evitarlo, ya no podía más. Todo lo que había sentido todo ese tiempo había salido, sin más. Estaba harta, cansada de que siempre fuera SU trabajo, SU estado de ánimo, SU mundo y ella, simplemente, tuviera que sentirse agradecida si le hacía un hueco. Había acudido a él porque había tenido un día horrible, necesitaba consuelo, y en lugar de eso, había tenido que soportar aquella estúpida historia sinsentido. Sí, le había dicho que no era más que un fraude, una decepción, que todos lo pensaban y que si tan duro le resultaba escribir, era porque él mismo lo rumiaba.
- Toma, te he traído un café de la máquina, como te noto muy cansada hoy…
Oh, no, el pesado de Juan había vuelto, para molestarla con sandeces que no vendrían a cuento y retrasar su trabajo.
- Gracias. No tenías qué molestarte.- Agarró el café con antipatía y lo depositó en la mesa.
¿Acaso había sido muy dura con Jorge? Sabía que él estaría destrozado hoy. Tal vez debiera llamarlo ella. El sentimiento de culpa comenzó a inundarla de pronto.
- Tienes mala cara.- Comentó Juan, con su tono habitual, que no se había marchado sino que se había sentado a su lado, muy cerca.
- Gracias.- Exclamó secamente.- No he dormido muy bien esta noche.
- Pareces dispersa hoy.
- Supongo.
- ¿Tienes problemas?
- ¿Te importaría dejarme en paz de una vez?- Gritó y Juan espantado, volvió a su escritorio.
Ella clavó los dedos en el teclado y la mirada en la pantalla y decidió evitar pensar en el resto de la hora.

I

Basura, basura y basura. Miró sus últimos trabajos y sintió vergüenza de sí mismo. Se levantó para correr hacia el cigarrillo que se posaba en el otro lado de la habitación y dio una fuerte calada, como si fuera la última de su vida o como si fumar, simplemente, fuera a resolver sus problemas. Se agarró del cabello con ira y violencia y lanzó un pequeño alarido. Volvió al ordenador y contempló atento las piezas de nuevo. Tal vez hubiera alguna que considerar aceptable. Con lentitud. Como si la calma fuera a ayudarlo esta vez. No, no había nada. Nada que pudiera salvar. Todo era una auténtica mierda. Volvió a dar una calada a su cigarrillo, esta vez, muy cabreado. Pues sí, todos tenían razón. Comenzó a dar vueltas por la sala. Rápido, cada vez más rápido. Soy una decepción. Todos tenían razón. Soy una decepción. Un mediocre. Me he relajado. Soy un mediocre. No paraba de repetir mientras se precipitaba en círculos. ¡Mierda! Dio una patada a la calefacción. Y comenzó a llorar. Con amargura, casi sin respirar. No se lo había dicho a nadie, pero a veces, cuando estaba muy irritado, no podía evitar verter unas lágrimas. Se acurrucó en sí mismo y se preguntó ¿y ahora qué?

Decidió acurrucarse en la cama, agarrar fuertemente la almohada y dejar que la vida siguiera sin ella, tan sólo una horas. No existirían ni el trabajo, ni los niños, ni Juan, ni siquiera su madre pululando a lo lejos. Sólo estaría ella y un verde prado. Uno puro donde pudiera respirar profundamente sin sentirse contaminada, uno inmenso, en el que mirar y no encontrar nunca un fin. Ya habría tiempo para recuperar sus obligaciones más tarde, tal vez mañana. Al fin y al cabo, sus responsabilidades sí estarían esperándola a ella.

Cuatro individuos se sientan en el mismo banco. Uno lee un libro, otro finge escribir, el tercero mira su reloj de pulsera y el último se limita a observar a los otros tres. No se conocen, no saben de dónde viene cada uno, evitan intercambiar palabras, si comparten miradas lo hacen a escondidas, pero cada día se sientan en el mismo banco. Son cuatro desconocidos que no tienen nada mejor que hacer que acudir cada día al mismo banco. No se han molestado en hablar, en el amago de un gesto amistoso, no obstante, tienen en común más de lo que piensan. Su soledad. En realidad, y aunque no se conocen, no se tienen más que a ellos mismos. Y por eso, cada día, repiten su rutina y acuden y se sientan en el mismo banco. Al menos, así, no se sienten tan solos. Al menos, así, compartiendo soledades, el tiempo pasa más rápido.