Remedio para la soledad XIII

“Hoy no tienes un aspecto repugnante” le había dicho con gran desconcierto Teresa tan pronto la vio aparecer por la oficina. Su respuesta fue un sarcástico “gracias” acompañado de una sonrisa cómplice. Notó en su compañera un intento de enmendar sus palabras, pero no supo decir más que “¿Ha pasado algo que debiera saber?”. Laura miró hacia otro lado con gesto pícaro creando mayor perturbación en Teresa. No podía evitar recordarlo y reírse para sus adentros.

La mañana evidenció aún más su nuevo estado. Dejó de vagar por los pasillos evitando cualquier tipo de compañía y volvió a pisar con fuerza y convicción entre ellos. No parecía el fantasma que había ocupado su puesto durante las últimas dos semanas. No sorteaba los encuentros o miradas. Simplemente estaba allí, con su gesto entre serio, correcto y agradable. Era Laura, la de siempre. Teresa no podía evitar observarla a lo lejos. No daba crédito. Aunque no podía explicar a qué se debía aquel comportamiento, se alegró por su amiga. La propia Laura no terminaba de creerse a sí misma, no había pensado en Pablo, ni en la soledad, ni en la angustia durante toda la mañana. Sólo había estado ella.

A la hora del almuerzo decidió abandonar la oficina para variar y dar un paseo. Hacía un día espléndido.
Mientras caminaba por General Yagüe y torcía a Orense sintió que aquél era un momento sublime. Uno de esos momentos en los que cada pequeño elemento, cada mínima fracción que compone el escenario es perfecto. Incluso ella misma. Si cualquier detalle hubiese sido modificado, el ruido del tráfico, los tonos del firmamento las mujeres con carritos, personas de negocios en traje, el golpe de sus tacones contra el asfalto, no habría sido aquel momento suyo.


Sus pensamientos la obnubilaron un segundo pero miró hacia el frente y una imagen la volvió en sí. Alguien. O nadie. Un ente similar a un espectro que se descomponía a lo lejos para representar muchas figuras distintas. Era Carlos. Aquel hombre con el que había dormido hacía dos semanas. Aquel individuo aleatorio al que había llamado porque necesitaba que la abrazaran. Aquel pseudo desconocido cuyas llamadas había ignorado. Aquel tío al que se suponía que no volvería a ver. Tragó saliva. No pudo evitar mostrar una sorpresa cercana al pánico. Carlos tardó más en descubrirla. Sin embargo, su expresión, estupefacta también, se acercaba más a la jovialidad.

Al hallarse el uno al frente del otro, se pararon sin decir nada y se contemplaron un momento que se hizo eterno. Fue como si toda la actividad a su alrededor se detuviese.

Carlos no supo qué decir. Pensó y sólo se le vino a la cabeza la cancioncilla que rememorara aquella precisa mañana.
- Hola, ¿qué tal… estás?- Dijo al fin.
- Bien.- Ella hizo un amago de sonreír pero bajó la mirada.
- Me alegro. Em, ¿qué haces por aquí?
- Trabajo por aquí cerca.- Contestó sin saber muy bien qué decir.- ¿Y tú?
- Tengo una cita con un cliente por este barrio y voy a aprovechar y comer por aquí mientras tanto.
- ¿Un cliente?
- Sí, soy visitador médico, ¿no te lo había dicho?
- No… - Laura sonrió esta vez, aunque a duras penas. Estaba a punto de despedirse, tenía la fórmula preparada en la cabeza, incluso cómo se marcharía y por donde, pero pensó un instante y cambió de opinión. – Siento no haberte devuelto las llamadas.
- No, no pasa nada- Se apresuró a decir Carlos.- Imagino que has estado liada.
- No exactamente. He estado liada, sí, pero no pensaba llamarte. Es que no era un buen momento para mí.
- Ah… - Él no supo muy bien qué responder a esto.
- Pero si me dejas compensarte, podemos ir a comer juntos. Me disponía a hacer eso precisamente.Bueno… Si de verdad te apetece, por mí, sí. Me parece bien.

Remedio para la soledad XII

Laura se despertó de un sobresalto. Por un momento no reconoció donde se encontraba, miró a su alrededor de manera instintiva. No era más que su salón. Era la tercera noche que dormía en el sofá. Suspiró aliviada. Se tocó la espalda intentando menguar el dolor que le brotaba de la misma, el mueble no era especialmente cómodo. Buscó su reflejo en el cristal de la mesilla. Tenía la mirada apagada y aspecto demacrado en general. Se tocó el pelo, intentando arreglárselo, intentando componerse. Se sonrió a sí misma. Por un instante no pasó nada, sin embargo, ese segundo después, la imagen perdió todo sentido. Se volvió ridícula. La situación comenzaba a volverse absurda. En ese preciso instante había llegado al límite, lo veía con claridad. Decidió acabar con todo aquello, con su autocompasión. No se soportaba más a sí misma.

Se puso en pie, corrió a la habitación, agarró las sábanas y las metió en la lavadora. Quería eliminar todo resto del pasado en ellas, incluso los recuerdos, aunque éstos resultaran más difíciles de borrar. Acto seguido, se metió bajó la ducha, levantó bien la cabeza, suspiró y dejó que el agua caliente borrase cualquier rasguño. Poco a poco sintió cómo el agua iba expulsando los malos pensamientos y temores.

Cogió el primer conjunto que encontró en el armario, esta vez no tenía que estudiar qué ponerse. Simplemente se sentía bien consigo misma. Y se dirigió a la oficina.

Remedio para la soledad XI

La había llamado un par de veces, pero no había contestado. No sabía siquiera por qué se había molestado. Aquella despedida había sido silenciosa, glacial y gris, no habían hecho falta palabras para saber que no volverían a verse. Y a pesar de todo, él había conservado la esperanza, no había olvidado que existía una posibilidad mínima de que ella cambiara de opinión y deseara verlo. O tal vez no le importara.
Carlos cerró la puerta con cuidado, se colocó la gabardina y salió a la calle. Miró el reloj, aún disponía de tiempo, caminaría.
Mientras cruzaba la calle y traspasaba los escaparates, se preguntó qué le diría si por fin ella le devolviera las llamadas. Probablemente optaría por el socorrido “hola, qué tal”. Y de pronto, al caminar y pronunciar aquellas palabras, no pudo evitar recordar cierta canción de Santiago Auserón. La Bola de Cristal. “Hola (Hola)/ Qué tal/ en la bola de cristal/te veo venir/en la bola de cristal/estás junto a mí/en la bola de cristal/veo, veo/un deseo”. Sí, un deseo. Se rio para sus adentros. Que ridículo.
Por qué se engañaba a sí mismo. Por qué los seres humanos eran incapaces de ser honestos consigo mismos. Era verdaderamente penoso. Admitir la realidad, por cruel que fuera, no debería ser tan difícil. No lo había sido hasta ahora, ni siquiera la muerte de su padre, al que estaba tan unido supuso semejante trago. Cómo podía pensar esas cosas, establecer aquellas comparaciones. Todo le resultaba absurdo. Pero no podía evitarlo, tenía un presentimiento. Aunque, según las evidencias, su intuición esta vez le había fallado.

Ella esperaría

Se sonrieron a modo de saludo en la distancia. El lugar estaba abarrotado, pero se vieron. No hizo falta nada más que un pequeño hueco. Allí estaban, de nuevo, repitiendo una historia finalizada hace tanto tiempo. Ella sonrió como si fuera una adolescente y casi sintió vergüenza de sí misma, pudor, pero no pudo evitarlo. ¿Era posible que los sentimientos de antaño despertaran de pronto, sin motivos y sin sentido? Probablemente todo viniera de su deseo de volver a encontrar el amor. A pesar de todo, no se planteó el origen ni el deseo, se limitó a sonreírle, a mostrarle lo encantadora que podía ser, a insinuarle todo lo que mantenía de aquella chiquilla a la que él conoció y todo lo nuevo que había en ella. No le escribiría, no conversaría con él, no obstante, estaba segura de que volvería a saber de él. Al menos, eso ocurriría si era él el que no había cambiado.

Relato de un hombre que sobrevuela la ciudad

El tren se para, salgo de él y mis pies pisan la estación. Una vez en el suelo, comienzan a crecer y se vuelven enormes. De pronto yo parezco una figura deforme, con un cuerpo de tamaño “normal” y unos extremos tan abultados. Lo más extraño de todo es que cuanto mayores se vuelven, menos peso contienen y siento que empiezo a flotar. No es broma, estoy flotando, ¡estoy volando! Me llevo las manos a la cabeza, abandono la cargadísima maleta y pierdo toda conexión con el suelo. Me alejo de la superficie, de la estación. La gente me mira desde abajo con cierta sorpresa, no demasiada (y esto sí que me asombra a mí). Por suerte, no hay viento, la brisa es muy agradable y puedo guiar mi vuelo (más o menos). Las calles pierden sentido, sólo veo esquemas de ellas, los símbolos de lo que alguna vez fueron. Pero de pronto, no significan nada. Aquella esquina donde solía reunirme con los amigos, el banco donde di mi primer beso a aquella chica, el instituto, incluso la iglesia donde nos casamos. No son nada. No es nada. Repentinamente me parece vislumbrar a mi querida esposa, sí, ahí está, con bolsas de la compra, se dirige a casa. Grito su nombre con fuerza, pero no me escucha. Fuerzo mi voz todo lo que me es posible y sigue sin sentir que ando por ahí. Nunca me imaginé en una situación así, sin lugar a dudas no, pero sí creí que si me encontraba en alguna clase de apuro, ella percibiría de algún modo que la necesitaba. Pues no, estaba equivocado. Creo que estoy decepcionado. Tal vez no tenga sentido, como lo que me está pasando, pero no puedo evitarlo. Que yo sobrevuele la ciudad no impide que ella lleve a cabo su rutina. No quiero seguir guiando el viaje. Que el viento decida por mí.

Remedio para la soledad X

Los días habían transcurrido. Lentos, rápidos, con pausas. De manera irregular. Procuraba mantenerse ocupada en el trabajo, paseando, viendo a los amigos cuyas visitas había pospuesto por pereza o por falta de tiempo. Cuando se veían, realmente no los escuchaba, se limitaba a sentarse frente a ellos a asentir, no podía concentrarse más allá. Nunca se imaginó que algo tan externo a ella se pudiera convertir en un elemento intrínseco hasta el punto de dejar de sentir hambre, sed o perder la percepción de la realidad. Se odiaba a sí misma por haberse vuelto tan dependiente, por haber parado su vida así. Ella, que siempre había presumido de ser una mujer autónoma, libre, fría, se había convertido en un ser débil, triste y sin ambición. No podía mirarse al espejo, al menos, no podía mantener la mirada demasiado tiempo pues tan pronto como su figura se volvía familiar, perdía todo sentido.
Eran más de las doce. La televisión no podía ofrecerle ya más entretenimiento, así que decidió irse a dormir. Apagó el aparato con lentitud y suspiró. Como si no tuviera más remedio, se levantó del sofá y acudió al baño. Procuró alargar las actividades de aseo personal todo lo que pudo, el dormitorio de noche se había convertido en un terreno minado. Al fin, cuando ya no existieron más excusas, se dirigió a su habitación y permaneció en el umbral. Cómo era posible que un espacio tan pequeño se hubiese convertido en un lugar tan inmenso en cuestión de una semana. La cama, de pronto, parecía infinita.
Con sigilo, apagó el interruptor y se tumbó en la cama. Las luces de las farolas y los edificios se colaban por la ventana así como el ruido de los coches contra el asfalto. El sonido del reloj despertador martilleaba el silencio. Definitivamente, las noches eran lo peor. Los días podían llenarse con momentos frívolos, pero las noches no, estaban llenas de recuerdos dispuestos a asaltarla. Sintió un muelle clavándosele en el costado. Agarró con fuerza la almohada y se giró. Aquella posición no servía. Ni ésa ni ninguna. No era cuestión de posiciones ni de muelles. Era ella y la certeza de que la cama se había vuelto demasiado grande para una sola persona. Él estaba por todas partes, podía olerlo en las sábanas y verlo en la oscuridad.
No estaba dispuesta a pasar otra noche en vela. Cogió la almohada y se marchó al salón. Colocó la almohada y su cuerpo como pudo en el sofá y espero poder dormir algo. Allí, al menos, estaba a salvo.