Dos mundos

Abrió la puerta y la encontró tumbada en el sofá, con los pies hacia arriba y mirando al vacío. Estaba preciosa, inmersa en sus pensamientos, en un mundo tan lejano que él sabía que nunca podría alcanzar. No le importaba, era consciente de que necesitaba ese espacio, ese terreno inexplorado e inexplorable. Él se conformaba tan sólo con contemplarla desde un rincón imperceptible. Permaneció unos segundos en el umbral de la puerta, a la espera de que ella regresara al salón. Viendo que su presencia era aún desconocida, pasó al dormitorio, se puso cómodo y pasó a la cocina a preparar la cena.

¿Rosa? ¿Morado? No, no, celeste, seguro que era celeste. ¿Cómo era posible que no lograra recordarlo? Había pasado toda la tarde dándole vueltas y había sido incapaz de llegar a una conclusión. No podía estar pasando, era una persona con una memoria excelente, especialmente para detalles como aquél. ¿Era rosa en un tono claro? ¿O tal vez azul con estampados? Había ocurrido de la manera más inexplicable. Había estado viendo la televisión (sí, lo sabía, en lugar de eso debería haber estado trabajando en los dibujos) cuando encontró una vieja película que solía ver con su madre de pequeña. Y de pronto, lo recordó. Un vestido de cuello largo, que odiaba porque le recordaba a un babero. Su madre se lo ponía en las ocasiones especiales. Y ella lo odiaba. Sentía un fuerte impulso de hacerlo trizas cada vez que su madre la obligaba a llevarlo. ¿De qué color era? Algo que había sido tan importante… ¿Podía haber desaparecido de su memoria realmente? Hasta que un día se hizo con las tijeras de la caja de costura y lo cortó. Lo hizo pedazos a decir verdad. No lo entendía. Necesitaba acordarse, era muy importante. Sabía que si permitía que ese recuerdo se marchara, su memoria comenzaría a luchar contra ella. Algo no iba bien. Pero lo recordaría. No importaba cuánto esfuerzo o tiempo costara.

Entonces me di cuenta

Es curioso cómo el universo se alinea en ocasiones para que seas infeliz. Tal vez esta afirmación resulte un poco tajante, pero de lo que no hay duda es que hay ciertos elementos invisibles que se conjugan en momentos específicos para recordarte lo infeliz que eres. O puede que sólo sea culpa mía. Sí, seguro que es eso. Mis manías. Mi obsesión por que todo tenga un equilibrio. Aquella mañana había tenido de todo menos equilibrio. La había cagado bastante en el trabajo por temas que no mencionaré porque no vienen al caso y Juan, mi superior, que es un tocapelotas de cuidado, se encargó de ratificar que mi error había sido uno sobresaliente (como si los errores pudieran ser calificados con notas de instituto). Sentí que necesitaba fumarme un pitillo y por si alguien lo dudaba, me había acabado la cajetilla antes de la reunión. Bajé al bar, al nuestro, al de siempre, que cariñosamente llamamos ‘el guarro’. Y pasó algo inaudito, más bien me pareció una broma. Se habían llevado la máquina de tabaco para arreglarla porque habían tenido no sé qué problema. Evidentemente maldije con palabras menos educadas al camarero, al dueño y por supuesto a la máquina y decidí ir en busca de otro establecimiento. Esto había empeorado mi mala leche, que ya andaba por niveles curiosos. Caminé por la calle y descubrí que las numerosas cafeterías que tenemos por el barrio no venden tabaco, es más, en ellas no está permitido fumar. Interesante descubrimiento. Al fin, encontré un estanco y pude comprar DOS paquetes (necesitaba aporte extra) de tabaco. A medida que salía de la tienda y arrancaba la cinta dorada con ansia, seguí caminando. Miré al frente y LA vi dirigiéndose hacia mí. Creo que me quedé sin respiración. Y no había escapatoria, me había visto y venía directamente a hablar conmigo. Seguramente mis ojos se abrieran como platos. Menudas pintas ridículas. Me puse tan nervioso que se me cayó la cajetilla al suelo y tardé en reaccionar hasta el punto de que ella se agachó y me la entregó. Sentí un escalofrío cuando su mano rozó la mía. Se puso de pie, yo la seguí y nos quedamos mirándonos el uno al otro unos segundos. Evidentemente no pude salirme de mi cuerpo y verme a mí mismo, pero sé que la miré como cuando estábamos juntos. Puede que fuera una mezcla de ternura, atracción y un nuevo y añadido desánimo. Ella me dedicó una sonrisa agradable pero fría, de ésas que utilizaba cuando se encontraba con un compañero del trabajo o hablaba con un camarero. Me miró como si fuera un desconocido. Eso dolió. Seguía tan bonita como siempre, puede que más. Eso sí, tenía el pelo distinto. Y el gesto más reposado, aliviado. No sabría muy bien cómo explicarlo. Me habría encantado que mantuviéramos una conversación larga, aunque fuera absurda (siempre son absurdas), sin embargo, se limitó a decir que no había dejado los malos hábitos y que le alegraba verme. Y se marchó. Yo no hice mucho más que soltar monosílabos. Fue un auténtico gilipollas. Pero me quedé sin palabras. Fue entonces cuando me di cuenta de que no la había olvidado. Y probablemente nunca lo haría.

El viaje que comenzó en la bañera II

Despertó sobresaltada. Le temblaba la mandíbula y el resto del cuerpo. ¿Había sido un sueño? Aún tumbada, sin consciencia de dónde se encontraba, sintió que el suelo se clavaba en su piel. Se abrazó temerosa y se percató de que estaba mojada. De hecho, estaba totalmente empapada. Se incorporó aún más asustada. Se palpó con cuidado para cerciorarse de que no estaba imaginándolo. Sí, la humedad inundaba su cuerpo, su ropa, su cabello, pero ahora estaba en tierra firme. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Sintió cómo comenzaba a marearse y decidió sentarse. Con lentitud, posó sus manos en el suelo y posteriormente, sus piernas. ¿Significaba eso que todo había ocurrido? ¿Significaba eso que se había evaporado de su bañera a alta mar y de alta mar a…? ¿Dónde se encontraba? Miró a su alrededor buscando respuestas. Bajo su trasero, no había más que hierba verde brillante (por eso había sentido que le pinchaba). Menudo sueño. Menuda pesadilla. No sabía qué estaba pasando, de lo único que estaba segura es que quería regresar a casa. Volvió la cabeza y atrás, a lo lejos, divisó un pequeño refugio. ¡No podía creerlo! ¡Era su cabaña imaginaria! Aquel lugar ficticio al que recurría cuando el estrés la desequilibraba. Se levantó como hipnotizada, atraída por ese espacio, y corrió para tocarlo. El cansancio y el nerviosismo desaparecieron, o los olvidó, en ese instante, sólo existió el deseo de llegar a aquella casa. Alargó las piernas y corrió. Corrió y corrió.
A tan sólo un metro de distancia, se detuvo. Como si una fuerza invisible la separase del edificio. Con los ojos como platos, observó las piedras que componían la cabaña. Las ventanas. Incluso la puerta. Todo era exacto a cómo lo había imaginado. ¿Se hallaba dentro de un recóndito hueco de su pensamiento?
Llegada a ese punto, trazar una explicación resultaba absurdo. Lo único que se le ocurría en aquella tesitura era dejarse llevar.
Alargó el brazo para tocar la piedra de la casa y a punto de hacerlo, sintió una voz que le lanzaba un alarido. Giró la cabeza. Era otra mujer. Y se quedó paralizada.

El viaje que comenzó en un libro

Su mejilla reposaba sobre la cama. El resto de su cuerpo descansaba en posición fetal. Había perdido la noción del tiempo. Llevaba así minutos, horas, ¿tal vez días? De pronto todo había perdido sentido, como cuando se mantiene la mirada fija en un punto y los colores de los objetos bailan y se transforman. Levantó levemente la cabeza y buscó con la mirada el Libro. La estantería, el escritorio, el armario… no estaba por ninguna parte. O puede que sí. Alargó los brazos, los apoyó en el suelo y estiró con la cabeza con fuerza. Miró entonces bajo la cama. Prácticamente no llegaba ninguna luz allí, le resultó difícil acostumbrarse. Sí, allí estaba. Se dejó caer en el suelo como un insecto y se lanzó sobre la cubierta del objeto. Lo atrajo hacia sí como si se tratara de su propio primogénito. Llegados a ese punto, pocas cosas le importaban tanto como aquel libro. Acarició las tapas con delicadeza. Eran gruesas, estaban gastadas y las habían decorado con un tipo falso de lentejuelas. Parecía una imitación barata de un libro de brujería, el mismo que aparecería en una película de los años ochenta para adolescentes. Se lo pensó durante unos instantes, aún tumbada en el suelo. Últimamente había recurrido a ello muy a menudo. No estaba segura de que fuera una buena idea. Pero lo necesitaba. Dudó. Sí, lo necesitaba. Al fin y al cabo, para eso lo tenía, ¿no? Tomó aire y dejó de pensar. Cerró los ojos y abrió el libro. Lo hizo instintivamente, con avidez y temor al mismo tiempo. Sin pensar demasiado. Y sintió cómo se deslizaba por el libro.