Un gran muro se levanta lentamente frente a mí. Hago el amago de pararlo, de frenar la formación de sus celdas, pero no es cierto. Quiero que me aislen. Necesito el muro. Ojalá pudieran entenderlo, ojalá pudiera gritar tras él y expresar qué estoy sintiendo, pero no están preparados. No lo comprenderían.

Una imagen

Se dieron un beso y se juraron amor eterno.

No recordaba qué edad deberían de tener cuando se hicieron aquel juramento eterno. Tal vez quince años. No eran más que unos críos. Aún así, recordaba aquella imagen con cariño. Cada vez que se le venía a la mente no podía evitar sonreír. Era su pequeño secreto. Por supuesto, jamás podría contarle algo así a Pedro. Él no entendía esa clase de cosas. Él era un hombre de hechos pero no de promesas ni de romanticismo. En realidad, aquella declaración de principios de la que él presumía no era más que una excusa, ella lo sabía, para no tener que esforzarse. Para que ella no esperara nada. Y nunca lo había esperado. Hasta ahora.

Un recuerdo

La muerte lo cambia todo. Parece que estamos preparados para que un día, sin aviso, llegue el final. Pero es mentira. En el fondo tenemos la esperanza y el temor de que ese día no llegue hasta que seamos viejos o al menos, hayamos cumplido gran parte de los planes trazados. Yo no me di cuenta de esto hasta que cierta tarde en plena conversación insulsa con mi madre, comentó como si se tratara de otro dato más que Sergio Hiniesta había muerto. Al parecer, había ocurrido en un trágico e inesperado (sólo tenía veintiocho años, los mismos que yo, de hecho) accidente de tráfico. Supongo que mi madre nunca imaginó qué impacto causarían sus palabras en mí. Sergio y yo habíamos sido compañeros de clase durante tres cursos, pero no habríamos intercambiado más de tres frases seguidas nunca. Sin embargo, él nunca fue un chico de clase más. Había sido El Chico por excelencia. Era guapo, encantador, inteligente y tenía un gran porvenir. Todas lo admirábamos en secreto y no tan en secreto. Sin embargo, sabíamos que no había nada que hacer. Sergio había tenido una novia inseparable todos esos años, de la que no se separaría hasta un año antes de su muerte. Incluso habiéndome marchado y perdido su pista, nunca dejé de pensar en él. Es más, siempre albergué la esperanza de que con el paso de los años yo volvería de Salamanca, donde había ido a parar, nos reencontraríamos, descubriría la persona tan increíble en la que me había convertido y nos enamoraríamos. Como en la película Sabrina (sí, lo sé, yo no soy ninguna Audrey Hepburn). Pero no. Eso ya nunca sucedería. Su fin le había puesto final a mis fantasías y había abierto un abismo en mi futuro. Sin prácticamente darme cuenta. No tuve tiempo de ir al velatorio, sí al funeral. No derramé una sola lágrima, sin embargo, no pude comer en una semana. Fue como si mi cuerpo guardase su propio luto. Entre los familiares y amigos íntimos, me sentí una auténtica extraña. Pero tenía que estar allí. Despedirme de verdad. Ojalá me hubiera atrevido a decirle algo más de esas tres frases en vida. Aunque, quién sabe, tal vez si hubiésemos hablado, él no se hubiese convertido en aquella imagen inalterable, quizás no hubiera cambiado mi vida.

Alone again

Había dejado a sus amigos en plena sesión de cañas en un bar del centro. Con la cada vez más socorrida excusa del cansancio, se despidió de ellos más pronto de lo esperado y marchó hacia casa. Sus acompañantes no dijeron nada, no les sorprendió, no les molestó, en definitiva, les dio igual. Agarró malhumorado los auriculares de su ipod, esperando al menos distraer su paseo de quince minutos de duración con un poco de música, pero le fastidió descubrir que se había quedado sin batería. ¡Estupendo! Dijo apretando los dientes. De pronto, sin previo aviso, comenzó a oír en su cabeza la canción ‘Alone again’. Solo de nuevo. Solo de nuevo. Su mente parecía querer decirle algo. Mientras caminaba por las escasamente iluminadas calles en dirección a su casa, no divisó a nadie a lo lejos. Tan sólo a una especie de joven (aunque no podría jurarlo) que daba vueltas alrededor de sí misma. Pensó en si alguna vez había ejecutado esa maniobra afectado por el alcohol. No lo recordaba, así que probablemente no. Cuando pasó junto a un contenedor de basura, se imaginó que un desconocido saltaba de él para asustarlo justo en el instante en que se encontraba a su lado (había visto en un programa de la tele, de esos de bromas, cómo personas se escondían en los susodichos cubos y estremecían a gente aleatoria). Pero no ocurrió nada. Solo de nuevo. Alone again. Toda la velada había deseado gritar o pegar a alguno de sus amigos. No entendía muy bien por qué, no se consideraba un individuo violento, pero esa precisa noche los había odiado a cada uno de ellos, cada pequeña decisión tomada, incluso los refrescos consumidos le habían parecido abominables. Por eso se había marchado pronto. Ése era el motivo de que se hubiese inventado una excusa sin motivo. Estaba seguro de que ellos lo habían captado, pero no le afectaba lo más mínimo. Le resultaba indiferente que pensaran de él, de sus acciones y de sus opiniones. Aquella noche, alrededor de las mesas altas en las que habían cenado, los había odiado. Se había sentido solo. En las últimas ocasiones en que habían coincidido, había empezado a atisbar que su necesidad de estar con ellos se había debido más al deseo de paliar su sensación de soledad y hastío que de real aprecio. Y en esas últimas ocasiones, también había observado que aquel remedio ya no atenuaba su carencia, más bien, la fortalecía. Sus pasos no habían aminorado la marcha, ahora comenzaban a hacerlo. Se preguntó cómo sería introducirse en un contenedor de basura, desaparecerían las tristezas al estar rodeado de residuos más débiles que él mismo. Evidentemente no lo hizo. Aquél era su problema: sabía que no tenía buenos amigos con los que contar, que inventaba retazos de su vida para parecer más interesante, que se sentía solo y que no haría nada para remediarlo.

Tenía los ojos hinchados de llorar en la oscuridad. El llanto había cesado, ahora se encontraba en ese instante de adaptación al silencio, ése en que se mira al vacío y se espera algo que haga reaccionar. Respiró hondo. Colocó los labios hacia dentro para sentirlos y siguió escuchando el silencio.