Remedio para la soledad IX

Había regresado a casa hacía rato. Se había dado una ducha, había preparado algo de pasta y en aquel instante estaba sentado frente al televisor. No había sido consciente de nada de lo que hacía, su cuerpo se había movido automáticamente. Su cabeza, no obstante, se había mantenido ocupada, pensando en ella. Tras rememorar cada pequeño detalle de la noche, Carlos había comenzado a preguntarse si había resultado tan etérea como creyó en un primer momento. La Laura que había compartido aquella noche no era la que había observado semana tras semana, la que había conocido hacía siete días. La Laura de la llamada intempestiva era frágil y tosca. Apasionada en la cama, pero muy fría. Cariñosa por momentos y lejana a la mañana siguiente. Definitivamente contradictoria. Por todo esto, no sabía muy bien cómo tenía que reaccionar. Tal vez la llamase. O le escribiese un mensaje. No, esto seguro que no, odiaba los mensajes de texto. Decidió seguir no viendo la televisión, esperaría para llamarla.

Laura había dado media vuelta y había caminado sin rumbo fijo. Sin pensar. Por las calles de Madrid. Había llegado a la Plaza de España y se había sentado en un poyo de piedra, junto a la fuente. Había sido un paseo agradable, había sentido el sol en su piel, éste había resultado el sentimiento más real en mucho tiempo. Llevaba casi una hora allí asentada, observando a los transeúntes, oyendo las bocinas de los coches, espiando cómo el agua de la fuente giraba y giraba. Algunas familias, jóvenes, incluso niños correteaban por allí. La postal era de lo más enternecedora, sin embargo, le parecía detestable. Le fascinaba y le enfurecía la felicidad de los que allí se detenían como ella. Habría deseado que todos sintiesen su dolor y llorasen y ella pudiera compadecerlos al menos por eso, porque ella fuese capaz de mantener la compostura. Cómo odiaba los domingos. Eran días de relleno, que la gente dedicaba a hacer actividades absurdas para poder presumir de cuán interesante era su vida al día siguiente en el trabajo. Y ella no tenía cómo rellenar la jornada ni con quien. O puede que sí. Pensó en ir al cine, así al menos, podría ver cierto sufrimiento y no sentirse única y sola en él.

La cafetería se había llenado a estas alturas y leer o intentarlo se había convertido en un imposible. Pero Pablo no quería marcharse. En su interior, algo le decía que debía permanecer allí, en su mesa de siempre, esperándola.

Remedio para la soledad VIII

En el silencio absoluto del piso sólo se oían las voces de los niños provenientes del parque junto al edificio, y su propia respiración. Lenta, muy lenta. El teléfono seguía marcando, sin embargo, Pablo no contestaba. Insistió un poco más… y siguió sin obtener respuesta. Las aletas de la nariz se le hincharon. Desvió su mirada al suelo, de pronto, avergonzada y consciente, apagó el teléfono. Él no pensaba contestar. No sabía si quiera por qué había intentado hablar con él si ya había dejado claro que no quería tener contacto con ella, al menos de momento.
Dejó el teléfono en el suelo, se sentó e intentó respirar serena. Todo había sucedido tan rápido, las imágenes a su alrededor le llegaban como pura confusión. Sus tacones corriendo por las calles, huyendo de una realidad reciente y espantosa, ella sobre aquel desconocido en su cama, Pablo abandonándola en su mesa de siempre en su bar de siempre, los recuerdos de abrazos y besos entre ellos dos, las caricias con aquel tipo que le producían cierto asco en ese instante, los sollozos, la incomprensión, la soledad. Intentó respirar. Necesitaba tranquilidad. Asimilar cualquiera que fuera la situación.
Se mordió el labio y miró a su alrededor. El salón estaba como de costumbre, mismos muebles, misma distribución, mismo nivel de limpieza, sin embargo, parecía otro sitio totalmente distinto. De pronto había cambiado. ¿O había sido ella?
Ojalá fuera una pesadilla. Ojalá pudiera irse a dormir y despertarse con la vida que había tenido hasta la noche anterior. Tenía que ser una broma, aquello no podía ser más que una broma cruel porque le dolía muchísimo.
No quería perder a Pablo, no quería estar sola, no quería noches con desconocidos sin ninguna clase de significado. Miró el sofá y encontró algo de lo que no se había percatado en el primer vistazo. El ejemplar de Otras voces, otros ámbitos de Pablo. Se le ocurrió una idea descabellada y bastante lamentable. Podría ir a la cafetería de la esquina de Barceló, su lugar de encuentro los domingos y entregárselo. Él apreciaría el gesto, sobre todo, al verla despejada, y tendrían la oportunidad de hablar. Sí, era perfecto.
Corrió a ducharse, se vistió (unos vaqueros y una camisa simple, para darle mayor tono de casualidad), se maquilló, agarró el libro, y tal cual, salió de casa. Con ímpetu y nerviosismo.
Caminó con presteza hasta su establecimiento y al llegar a la esquina, se paró. Pudo contemplarlo a lo lejos. Supo que era él por su cabello rizado y su espalda enorme. Y porque se había sentado en su rincón. Todo era como siempre salvo que no era como siempre. Dirigió la mirada al libro y la situación cobró su sentido ridículo inicial, al menos, pudo entenderlo ahora. No podía ir a verlo como si nada. Deseaba hablar con él pero no podía hacerlo así.
Le dirigió una mirada intensa, como si fuera la última, y dio media vuelta.
Pablo siguió mirando su cuaderno fijamente, totalmente inconsciente de lo cerca que Laura había estado de él.

Remedio para la soledad VII

Como cada domingo se había programado el despertador a las diez, pero había remoloneado en la cama hasta las once. Como cada domingo, se había puesto lo primero que había encontrado sobre la silla, se había aseado un poco y había bajado a la cafetería de la esquina. Le gustaba ésa especialmente porque tenía grandes ventanales a los lados y podía mirar la calle mientras desayunaba. Sobre todo ahora que empezaba a hacer buen tiempo. Como cada domingo. Pero éste era diferente. Faltaba ella.
Normalmente no tenían que decir nada, se encontraban allí a la misma hora de siempre (si ella no había dormido con él la noche anterior), sin embargo, aquella mañana él sabía que no aparecería. Al menos, eso era lo que él le había pedido. Pero ya no estaba tan seguro de desearlo. Tal vez se hubiese precipitado en su decisión. O tal vez no. No sabía muy bien qué pensar.
La camarera apareció con su desayuno, no hacía faltar pedirlo, un café solo y un sándwich. Sintió la mirada inquisitiva de la joven, buscando a Laura, como si no entendiera que pudiera estar allí sin ella. Abrió un cuaderno de notas, se colocó las gafas y fingió escribir. Mientras clavaba el bolígrafo en la hoja, comenzó a pensar, a intentar recordar sus palabras la noche anterior.
Se habían encontrado en el café de siempre, ése de la calle Pez. Laura había aparecido preciosa, con uno de sus vestidos, y con su gesto de fingida despreocupación. Era fingida, lo sabía, lo había notado un poco parco por teléfono. Y últimamente en realidad. No se anduvo con rodeos. Le explicó que la quería, pero que no se sentía como se suponía que tenía que sentirse, que estaba raro en general con todo, incluso con el trabajo. Y que necesitaba dejar de verla durante un tiempo. Se sentía asfixiado. Le había dicho que era posible que fuese cuestión de tiempo, pero que entendía que no pudiera esperarlo. De lo que estaba seguro era de que no podía seguir con las discusiones y las peleas.
Ella había arrugado el gesto, se había mordido el labio de rabia y casi sin decir palabra, se había marchado. Era muy orgullosa, sabía que no lloraría delante de él. Sólo fue capaz de decir que no entendía nada, que no entendía cómo dos años podían terminarse así. De pronto. Él hizo el amago de hablar, pero no le dejó, simplemente desapareció. Él intentó ir tras ella, pero corrió e ignoró sus llamadas en la oscuridad.
Aquél no podía ser el final. Estaba convencido.
En ese preciso instante, mientras daba un bocado a su sándwich, se dio cuenta de que la echaba de menos. Añoraba su energía el despertar y sus conversaciones absurdas recién levantada. Suspiró. Notó algo en el bolsillo. Era su teléfono móvil y estaba vibrando. Era Laura. Pero no, no era el momento para hablar.

Remedio para la soledad VI

Se despidieron con un beso en la entrada. Un beso frío, lejano y quieto. Laura ni siquiera cerró los ojos. Carlos sí lo saboreó, pero con cautela. Al beso no le sucedió más que la separación lenta de los labios y una mirada profunda de adiós. Él suspiró, estuvo a punto de decir algo, no obstante, no dijo nada. Le sonrió con timidez, se dio la vuelta y se marchó con un gesto suave. Una vez su sombra se dispersó por la escalera, Laura cerró con brusquedad la puerta. El estruendo la hizo encogerse. Rápidamente deslizó las cerraduras, como intentando protegerse en su propia fortaleza. Dejó caer la cabeza en el marco, apoyó las manos y clavó las uñas. Con rabia. Se sintió sin fuerzas y se deslizó hasta el entarimado al mismo tiempo que caían sus manos. Se derrumbó en el suelo y sin ninguna clase de equilibrio se cubrió la mirada con los dedos. En su propia oscuridad empezó a llorar. Le temblaban la mandíbula y la nariz, casi no podía respirar. Su llanto era profundo y nervioso. Había perdido todo control de sí misma. Qué había hecho, qué había hecho. Ésas eran las únicas palabras que era capaz de pronunciar entre sollozos. La soledad no se había evaporado. Al contrario, era más intensa si cabía. Qué clase de remedio era aquél que la afligía más. De pronto, nerviosa, creyó hallar la respuesta. Corrió hacia el salón, buscó su teléfono móvil y marcó su número. Con expectación y lágrimas esperó los tonos de la línea. Uno, dos, tres… Pero nadie contestó.

Remedio para la soledad V

Ella acudía una vez a la semana al bar, a eso de las diez y media, once. Solía llevar vestidos, poco apropiados para ir a trabajar, así que había deducido que pasaba por casa antes de ir por allí. Casi no se maquillaba. Prefería llevar el cabello suelto. Solía tomarse un par de copas, de tono transparente, probablemente ginebra o vodka, y luego se marchaban. Y siempre iba en compañía de aquel tipo. Esto era lo único que había podido averiguar en un mes de observación.
En sus últimas visitas al establecimiento parecía más demacrada. La sonrisa con la que la descubriera se había ido quebrando poco a poco. Y su gesto no era tan enérgico como cuando la viera por primera vez. En su contemplación de la burbuja creada por ella y él, detectó que algo no marchaba bien entre ellos. Las conversaciones sin descanso que parecían mantener en la distancia habían sido sustituidas por largos silencios y miradas intensas. Ahora tomaba tres copas. Daba más sorbos a sus bebidas y de mayor duración.
A pesar de que su mayor deseo era reemplazar a aquel individuo en su pequeño cosmos, temía que su historia se terminara. Sospechaba que si dejaban de encontrarse, ella no acudiría más por allí y él nunca volvería a verla. Y no lo soportaría. Había crecido algo dentro de él que la unía secretamente a ella a pesar de que ella fuera totalmente inconsciente de esto.
La siguiente vez que los vio estaban discutiendo. Él había llegado tarde y ya habían ocupado su lugar de siempre. No sabía qué era lo que había precedido a aquella disputa pero intuía que se acercaba el fin. Ella le hizo un gesto brusco a su compañero, se levantó con violencia y caminó en dirección de él. Ella tenía fija la mirada en el suelo, por eso no lo vio y tropezó contra él. Levantó la cabeza, lo miró con seriedad y él creyó ver cierta melancolía que le resultó familiar. Aquella noche lo supo. La quería. La quería por su sufrimiento.
En la cama, mientras recordaba cada momento, tomó la decisión de hablar con ella. No esperaría más. Aunque resultase una grosería. La invitaría a una copa o le preguntaría algún sinsentido. No podía seguir observando. Estaba dispuesto, incluso para el rechazo.
Esperó y esperó, como siempre, sin embargo, ella no apareció en la siguiente semana. Tal vez ya era demasiado tarde, tal vez el fin ya hubiera llegado y no volviera a verla. Se resignó, tampoco tenía otras opciones. Pasó un día, transcurrieron dos, y al tercero, de la nada, surgió ella y estaba sola. Él no podía creerlo. Esta vez ella no dirigía su mirada hacia ningún lugar, probablemente no esperaba encontrar nada ni a nadie familiar. Se contoneó con seguridad a la barra. Lo supo. Él supo que era su momento para actuar. Caminó con firmeza hasta ella y le dijo:
- Hola, soy Carlos. ¿Puedo invitarte a tomar algo?
- Yo me llamo Laura. Y claro que puedes- contestó con una leve sonrisa.

Remedio para la soledad IV

Sus ojos. Sus labios. Su cara entre sus manos. Su piel suave a través de sus dedos. La desesperación de sus movimientos. Su gesto entre alicaído y esperanzado. La contradicción entre su lengua y su ánimo. No podía parar de pensar en ella. En el camino de regreso, cerraba los ojos, dirigía su mirada a los edificios, a la acera y allí estaba ella. Desnuda y frágil. En la cama, necesitándolo, como si siempre hubiese sido así. En la oscuridad, ella había descubierto su cuerpo y lo que había más allá. La había sentido tan cerca de sí que casi no podía creerlo. Parecía haber sido un sueño. Demasiado imponente para ser cierto. Si alguien se lo hubiera dicho la noche que la vio por primera vez, lo habría dudado.
Estaba convencido de que ella pensaba que se habían conocido hacía tan sólo una semana, la primera vez que hablaron formalmente. Pero estaba equivocada. Él se había fijado en ella mucho antes. Hacía cuestión de mes y medio, la había visto aparecer en el bar de siempre. Se percató de su presencia en cuanto entró por la puerta. Estaba distraído, ignorando la charla de los compañeros de trabajo, con los que solía ir por allí, cuando ella ocupó toda su atención. La música de fondo, las mesas, el olor a alcohol, las luces deprimentes típicas de bar, todo dejó de existir. Tan sólo estaba ella, con una gran sonrisa y un vestido gris. No paraba de tocarse el pelo y mirar hacia atrás. Lo recordaba perfectamente, del mismo modo que recordaba cómo tras ella, surgió él. No sabía quién era, pero podía imaginárselo. Era a quien ella buscaba atrás, a quien había estado sonriendo. Se agarraron de la mano y fueron a la barra. Juntos. En un mundo propio y lejano del que él, sabía, no podría ser partícipe.
Se pasó el resto de la noche observándolos, sobre todo a ella. No podía evitarlo, le fascinaba. Simplemente sentada en el incómodo taburete desprendía una luz atrayente, que lo mantenía unido a ella, como si se tratara de un hilo invisible. Cada pequeño movimiento en ella era arrebatador, el modo en que se tocaba el pelo, cómo acariciaba la mesa con los dedos, el gesto con el que agarraba la copa.
Aquella noche regresó a casa y ella ocupó sus pensamientos toda la madrugada. Imaginaba cuál sería su nombre, a qué se dedicaría, cómo habría conocido a aquel individuo que la acompañaba y soñaba con historias en las que él ocupaba el lugar del acompañante. Era extraño sentirse así por alguien con quien ni siquiera había intercambiado una palabra.
Desde aquella ocasión, él frecuentó con mayor asiduidad el bar, aunque ninguno de sus camaradas lo acompañara. Sólo quería volver a verla. Y efectivamente ocurrió.

Remedio para la soledad III

Abrió los ojos y sintió los rayos de sol colándose por la persiana. Debía de ser por la mañana. Instintivamente, cerró los ojos y se tocó la frente. Tenía un espantoso dolor de cabeza producto de una espantosa resaca. Tenía la boca seca y sentía su cuerpo suspendido, a pesar de que aún no había empezado a despertarse. Un segundo más tarde, volvió a la realidad y recordó algún fragmento de la noche. Con resignación suspiró. No estaba sola. Miró hacia su izquierda. Estaba en lo correcto. A su lado, dormía aquel tío cuyo nombre seguía sin recordar. "Mierda" dijo para sus adentros. Odiaba las mañanas siguientes, las caricias y delicadezas correspondientes no formaban parte de su carácter. Y aún menos con hombres que no le importaban en absoluto. Pensó en levantarse, en hacer como si él no estuviera, seguir con su vida, así, cuando despertara, al no encontrarla junto a él simplemente se marcharía. Captaría que ya no era bienvenido. Iba a incorporarse cuando su invitado bostezó desperezándose. Chistó su lengua y le dirigió una mirada cómplice que ella respondió con una poco sutil evasión. Él se acomodó en su espacio en el lecho, la agarró y besó con ternura. Ella no tuvo más remedio que devolverle el beso, pero la nariz se le hinchó con nerviosismo y cierta indignación. Cuando él parecía estar más a gusto, ella se levantó.

- ¿Adónde vas?- Preguntó extrañado.
- A por agua, ¿no quieres un poco de agua?

Incorporada, cogió la primera prenda que encontró en el suelo y se vistió con agilidad. Al cubrirse el cuerpo, sintió que se establecía una distancia entre los dos, mayor que el espacio que de verdad los separaba. Una actitud.

Salió de la habitación, dejándolo en la cama, a sus anchas. Entró en el baño un momento y se miró en el espejo. La imagen resultaba más desoladora que la que descubriera en el ascensor la noche anterior. Veía huecos en su rostro, huecos en todas partes. Sombras. Se tocó con las manos en las mejillas, buscando algo, que no consiguió encontrar. Suspiró dirigiendo la mirada hacia el suelo y fue a la cocina. Llenó un par de vasos de agua y volvió con sumisión al dormitorio. Él la esperaba con una sonrisa afectiva. Ella fingió sonreírle.

Le alargó el vaso y se sentó en la cama, ya vestida, lo más lejos que le fue posible. Él bebió enérgicamente e hizo el amago de volver a agarrarla. Ella permaneció en el lugar exacto.

- Ven aquí, tenemos toda la mañana.

Sintió auténtico pánico al oír estas palabras y supo que tenía que reaccionar de algún modo, pero tenía que hacerlo ya si quería que se marchara. No podía pasar toda la mañana con él. No quería. Intentó pensar, pensar algo y rápido…

- ¡No puedo estar toda la mañana aquí!- Gritó de pronto.
- ¿Cómo?
- He quedado para comer con alguien y tengo que ducharme y quitarme los restos de noche de encima.- Dijo ya con más calma.
- Ah. Vale. – Él pareció entender. Se levantó, salió de la cama y comenzó a vestirse.- Entonces, supongo que me voy.

Se despidieron con un beso en la entrada.

Remedio para la soledad II

Estaban desnudos, sudados y con el pecho acelerado. Él salió de la cama, fue al baño un segundo. Ella prefirió permanecer acurrucada en la cama. Agarró con fuerza la colcha mientras miraba al vacío, a la oscuridad. Eran más de las tres de la madrugada. No sabía muy bien qué acababa de ocurrir, su mente la había abandonado durante los cuarenta minutos que aquello había durado. Había hecho un pacto con su cuerpo que había consistido en ofrecerse por completo sin tener que involucrar sus pensamientos. Éstos estaban lejos, con otra persona, ésa misma de la que se había despedido aquella noche en una calle de Tribunal. Aquella noche no podía estar sola, pero era consciente de que para gozar del abrazo o de la caricia de un desconocido, tendría que darle su cuerpo primero. Y eso había hecho. Él regresó a la cama, se incorporó en un salto. Ella miraba hacia la pared. La nariz de él rozaba su cuello. Estaba frío, aún así, cogió sus brazos y los colocó sobre sí misma. “Abrázame” dijo. Estuvo a punto de decir su nombre, pero ¿cuál era? No lo recordaba. Definitivamente, ésa era la situación más triste que se le pudiera ocurrir. Suspiró con poco ímpetu, como si nada ya mereciera la pena. El hueco de la cama estaba ocupado, sin embargo, el vacío permanecía junto a ella. No estaba segura de que aquel remedio sirviera realmente para algo.

Remedio para la soledad

Mientras caminaba de vuelta a casa, no pudo evitar rememorar cada escena. Todo se había terminado. Si fumara, aquél habría sido un buen momento para encender un cigarrillo. Se metió las manos en la chaqueta, sintió un poco de brisa. Se preguntaba quién había tenido la culpa. Todo había pasado muy deprisa. Sus pensamientos no tenían demasiada coherencia, los vasos de ginebra se le habían subido un poco a la cabeza. Por eso había preferido evitar coger un taxi. Caminar le despejaría. Se oían sus tacones sobre el pavimento. La calle Fuencarral estaba desierta hacia la glorieta de Quevedo. Cuánto cambiaba su visión entre el día y la noche. De pronto, notó una presencia detrás de sí. Giró la cabeza, pero estaba sola. No eran más que fantasías suyas. En aquel momento habría deseado que alguien marchara tras ella, se habría sentido más acompañada. Bravo Murillo 30, ya estaba, ya había llegado a casa. Subió en el ascensor, no le apetecía subir los escalones a pesar de que vivía en la primera planta. Cuando volvía de noche, le gustaba mirarse en el espejo del aparato para comprobar cuán desaliñado era su aspecto. En esta ocasión, era muy desarreglado. El cabello enmarañado, el rímel corrido levemente debajo del ojo y la falda algo girada. No le importó. Giró la llave y entró en el apartamento. De pronto, parecía más vacío que nunca. No sintió fuerzas de llegar al dormitorio, se quitó los tacones y se dejó caer en el sillón más cercano a la puerta. Hizo el amago de llorar pero no pudo. No se le daba bien. No podría soportar la soledad, al menos no aquella noche. Decidió llamar a aquel tío de aquel bar, aquél al que había conocido tan sólo una semana antes. No había pasado nada entre ellos, pero ella sabía que la había deseado. Habían hablado un par de veces luego. Había mostrado bastante interés. Ella sabía que jamás podría quererlo ni sentir nada hacia él, sabía que si sus encuentros se repetían acabaría detestándolo, y era consciente de que sólo quería usarlo. Pero no le importó. No quería estar sola aquella noche. Era bastante tarde, casi las dos, pero intuía que no se opondría a visitarla. Marcó el teléfono. Él no tardó en contestar. Él pareció sorprendido, aunque su reacción pronto tornó en cierto regodeo. Acordaron que se vestiría y tardaría lo que el tráfico le permitiese. Colgó el auricular con un seco “vale”. Agachó la cabeza, ya le odiaba, era simplemente patético, pero qué le importaba, aquella noche no podía dormir sola. Necesitaba a alguien que la abrazara.

No podía dormir. Eran casi las tres de la madrugada y no dejaba de darle vueltas con la mirada a la habitación a oscuras. Era su modo de arrancar la vista del reloj de la mesilla, que con su luz verde fluorescente, parecía haberse estancado en el mismo minuto. Habría intentado dar vueltas sobre sí mismo, en la propia cama, pero no quería despertarla. Ella sí dormía a su lado. Cuánto la envidiaba, parecía tener un sueño muy profundo. Aburrido ya de la situación, decidió levantarse y caminar por el apartamento. Fue al salón, se sentó sobre el sofá y encendió el televisor. Por desgracia la televisión no le ofrecía gran cosa, una variedad de canales de teletienda y un par de películas porno que no le motivaban lo más mínimo. Apagó el aparato y corrió a la cocina a buscar algo en la nevera. Nada. Ni en la despensa. Nada apropiado para picar entre horas, y aún menos, para comer a las tres de la mañana. Había café, pero no le apetecía desvelarse del todo. Decidió ir al despacho, esa pequeña habitación que habían destinado al estudio y trabajo, donde reposaban todos los libros y documentos de posible valor futuro. Pensó en leer algo, tal vez un periódico atrasado, un libro… Echó un vistazo a la estantería y descubrió, junto al ejemplar de La Ilíada, un álbum de fotos. No recordaba tenerlo. Aquel cuadernillo debía de tener muchos años. Lo abrió, y efectivamente, correspondía a una etapa de su vida de la que ya se había olvidado. No podía creer que Ana conservara aquello, habían pasado décadas. Aparecer en público con aquellos atuendos ahora resultaría casi un delito. No podía creerlo. Eran tan jóvenes. Los dos. Ella no había perdido el gesto idealista de su rostro, a pesar de los años, ni su natural belleza. Él, no obstante, sí que parecía otra persona. No se reconocía en aquel joven de pelo largo y sonrisa socarrona. Con ideales y esperanzas. Probablemente la experiencia había actuado entre medias. Sintió una punzada dentro de sí. Se sentó en la silla del estudio con el álbum en las manos. Miró al vacío intentando buscarse, intentando buscar a aquel chico de las fotografías, aquel chico que sí podía dormir por las noches.

Hacía días que había convertido su dormitorio en un basurero. Las sábanas hechas una maraña, ropa sobre la silla, por el suelo, libros, cuadernos y muchas tazas con restos de té. Comenzaba a quedarse sin ropa limpia, los trapos sucios ya no cabían en la bolsa, se salían de ella conformando una montaña. El sol no había salido todavía y en diez minutos tendría que salir a trabajar. Aplanó una parte de la colcha y se sentó sobre ella. Dejó caer los pies, como si estuvieran muertos. Deseaba que esos diez minutos no se acabaran nunca, que el mundo se parara, aunque fuera un segundo y él pudiera suspirar con templanza. Todo iba demasiado deprisa, tanto que no tenía tiempo de asimilarlo. Su propia vida corría ante sus ojos. Él no podía parar el mundo, tal vez él pudiera parar su vida.