De lunes a viernes

Miró el reloj, ¡eran las ocho! ¿Cómo era posible que hubiese perdido la conciencia del tiempo? Había estado a punto de perdérselo. Atravesó el salón con sigilo, para no despertar a aquel ser arrugado y despepitado al que llamaban “abuela”, deslizó la puerta corredera y salió al balcón. El escenario era el mismo de cada día, una ancha calle, muchos coches y seres más parecidos a hormigas que a personas. La música de fondo tampoco variaba, la unión de bocinas descompasadas. Colocó las manos en la barandilla y apoyó los carrillos en ellas. Y esperó. Solía llegar sobre las ocho y diez, aunque a veces se retrasaba. Nunca llegaba antes. Y esperó un poco más. Cuando pasaban doce minutos de las ocho, la vio aparecer. ¡Sí, allí estaba! Como cada tarde, de lunes a viernes, cruzando la calle con su paso cadencioso. Tendía a dejar caer la cabeza hacia un lado y a tener la mirada perdida, hundida en mundos en los que él jamás podría imaginar. Las mejillas rosadas, el cabello castaño, una sonrisa incipiente. A él le bastaba con poder mirar aquellos atributos preciosos para ser feliz.

Edificios

Mientras caminaba entre los edificios de la Castellana se sintió pequeña, muy pequeña. Sus pasos, de pronto, se transformaron en los de una hormiga, y sus pensamientos parecieron desaparecer, vaciarse. Observó a los que caminaban en la dirección contraria, los que esperaban en las entradas, los que veían el fútbol en los bares. Mirar no implicaba abstraerse, sólo mirar. Agarró bien su bolso y deseó lanzar por los aires todos los objetos inútiles que en él guardaban y que parecían pesar una vida. Se imaginó girando sobre sí misma y lanzando el asa por los aires. Cualquier imagen resultaba más divertida que la realidad. Aminoró el paso, se estaba acercando demasiado a su destino. Aún no deseaba llegar a casa. Se sentó en un banco, bajo un árbol y bajo el tono pardo del cielo. Tal vez no regresara. Se quedaría allí. Qué tontería, ¿verdad?

Cerró los ojos y desapareció. Consiguió lo que tanto había anhelado.

En la habitación

Una mañana, como cualquier otra, se había despertado, abierto la ventana, observado cómo el día iniciaba y mirado a su alrededor. A pesar de que aquel gesto era habitual en ella cada mañana, un ritual para dar comienzo al día, en aquella ocasión algo había sido diferente. No sabía exactamente qué, no obstante, su escenario había cambiado. O tal vez hubiese sido su mirada, que como un tamiz no era capaz de soportar la imagen común. Se dio la vuelta y contempló su alrededor. Su apartamento, sus muebles, su marido durmiendo, su hija, su rutina, su vida. Ya no estaba tan segura de que le gustaran todas estas cosas. Sin meditarlo demasiado, se dirigió a la habitación que usaban como despacho, sacó todos los muebles de de ella salvo una silla, corrió las cortinas, bajó las persianas, eliminó toda la posible luz y echó el cerrojo. Agachó la cabeza y se olvidó de la vida. Sólo deseaba meditar y averiguar en qué había fallado. Lamentarse al fin y al cabo. Pasaron horas, días y semanas. Nada de lo que su marido o su hija dijeran serviría para conmoverla o convencerla. A las semanas le siguieron los meses… y los años. Perdieron toda esperanza de volver a verla. La habían perdido para siempre. Ella perdió la conciencia de ella misma, acabó fundiéndose con la oscuridad, con la no existencia. Pasaron cinco años, y de pronto ella se preguntó por qué se había escondido en aquella habitación en primer lugar, pues ya no lo recordaba. Abrió la puerta con lentitud, casi no tenía fuerzas. Caminó despacio, cubriéndose los ojos, la luz le resultaba violentamente cegadora tras años evitándola. Descubrió un cristal a su lado, notó su reflejo y se echó una mirada veloz y con temor. Aquel ser no podía ser ella. Se asemejaba más a un fantasma que a lo que creía recordar de sí misma. Lo buscó a él, la buscó a ella. Se extrañó. Sus muebles, su marido, su hija, su rutina, su vida. Todo había desaparecido.

Remedio para la soledad XIV

Había vuelto a casa pronto. Desde que no bajaba a tomar algo con ella tras el trabajo, regresaba a casa bastante temprano. Lanzó la bolsa sobre el sofá y fue a la cocina. Abrió la alacena instintivamente y la miró. No sabía exactamente qué estaba buscando, pero debía de haber algo. Dejó su mirada fija en el blanco del mueble y sintió cómo se mareaba. Suspiró sintiéndose estúpido y agarró una bolsa de té. Llenó una taza de agua, la introdujo en el microondas y esperó. “Por tu próximo cumpleaños, te pienso regalar una tetera, para que no te levantes a calentar agua cada dos minutos”. Laura se lo había repetido tantas veces… Pero suponía que aquello ya no sucedería. Pablo agarró la taza ardiendo y se hundió en el sofá.

Recordaba que había empezado a sufrir una especie de insomnio. No era insomnio exactamente porque él sí podía alcanzar el sueño tan pronto tomaba la cama, el problema consistía en que en plena noche despertaba y era incapaz de volver a conciliarlo. Y permanecía allí, como un tonto, frente a ella, sin moverse demasiado por temor a despertarla. Cuántas noches habría pasado así. ¿Cinco? ¿Tal vez seis? Era posible. Lo que sí recordaba con exactitud era la noche que consiguió levantarse del lecho a pesar de que Laura permanecía dormida junto a él. Aquella madrugada, ya hastiado, no le importó que pudiera desvelarse ella también. Sólo pensó en él. Fue al salón, se preparó un té, como esa misma tarde, y reprodujo los movimientos en el sofá. Pensó en todo y en nada. Intentó dotar de sentido a la situación. Y lo hizo. Las dificultades de vigilia no era más que un reflejo de sus carencias y de sus inseguridades. Algo fallaba en él. Algo le faltaba. Necesitaba averiguarlo. Pero no podría hacerlo con Laura a su lado. Lo veía claro. Y con mucho dolor, decidió dejarla, pedirle que dejaran de verse por un tiempo. Aquellos dos años habían sido muy intensos y aunque la quería mucho, a veces tenía la sensación de que ninguno de ellos era verdaderamente quienes habían sido antes de conocerse. Dos noches más tarde, habló con ella, en aquel bar cutre de Tribunal. Le habría gustado hacerlo en otro sitio, que resultara menos tópico al menos, pero las cosas surgieron así. No pudo controlarlo del mismo modo que sus sentimientos lo habían desbordado. Ella reaccionó cómo él había esperado, con cierto orgullo. No le dejó acompañarla a casa, ni siquiera despedirse.

Bebió un sorbo de su té. Ya no estaba tan seguro de que ella no pudiera acompañarlo en su búsqueda. Es más, comenzaba a creer que la necesitaba a su lado para conseguirlo.