Canicas

Las canicas han caído. El suelo está inundado de color perla. Océano de ojos y de lágrimas. El silencio ha dejado de existir para dar paso al escándalo y a la inquietud. Las manos son suficientes para dejar de oír pero no son eficaces para dejar de sentir. El lamento ha caído como las canicas muy adentro. Pero las canicas dejarán de sonar mientras que su pesar será eterno.

Pasillos

Hay pasillos por todas partes, pasillos inmensos, largos y muy luminosos. La luz que desprenden las bombillas es amarilla y brillante y me ciega. Me cubro con los brazos. En realidad, no pienso, sólo camino a través de esos pasillos. Parece que a medida que avanzo se estrechan. No tiene sentido, no es posible. Pero juraría que sí. Siento como me quedo sin respiración. Corro casi a ciegas. Un paso veloz y otro y otro. ¿Pero hacia dónde voy? En realidad, ¿cómo he llegado hasta aquí? Sé que estaba durmiendo en mi cama, plácidamente, y de pronto, me encontré aquí. No entiendo nada. No entiendo nada. Creo que me limitaré a sentarme y a cerrar los ojos, tal vez esto no sea más que un sueño. O una pesadilla.

Piso Cielo VS Piso Infierno

Esperaba y esperaba sentado en el pasillo de la consulta. No oía nada más que su propia respiración y la irritante y continua aspiración del aire acondicionado. Tamborileó los dedos, pero esto le crispó aún más; agarró una de las numerosas revistas de la mesilla, la ojeó ávidamente y la devolvió a su lugar de procedencia, no le decía nada. Resopló malhumorado y justo cuando la idea de marcharse de allí comenzó a aflorar con fuerza, sintió voces y pasos acercándose a la puerta, adoptó su rígida postura inicial.

La puerta se abrió y en el umbral descubrió una figura conocida y una sombra que no quiso observar. Simplemente agachó la cabeza. Sintió unos pasos secos que continuaron hasta la entrada y desaparecieron. Cuando la sombra hubo desaparecido, la figura le hizo un gesto para que le siguiera.

Dejó atrás la sala de espera y se adentró en un espacio que le resultaba más familiar. Un pequeño despacho, iluminado con un pequeño flexo en el escritorio. Un mueble repleto de libros en idiomas que no entendía. Y un rostro paciente y con ojos enormes. Se acomodó en su asiento, al otro lado del escritorio y permaneció en silencio. De nuevo en espera. Sabía que no le correspondía a él empezar, que debía seguir el protocolo, de modo que se contuvo unos segundos… hasta que ella pronunciara una palabra o formulara una pregunta. Pero no pudo esperar más.

- He vuelto a tener ese sueño.

- ¿El sueño?

- Sí, el de siempre.

- ¿Alguna variación esta vez?

- Bueno…- intentó hacer memoria.- Yo camino y camino por una especie de túnel, pero no es el de la muerte, no se parece en nada.

- ¿Acaso sabes cómo es el supuesto túnel de la muerte?

- No, pero no es como el de mi sueño. La cuestión es que al final del túnel llego a una sala de espera en la que hay dos puertas. Y todo es blanco. Un blanco industrial cegador. Las puertas son exactamente iguales. La única diferencia en ellas es que de cada una pende un cartel enorme que dice "Piso Cielo" y "Piso Infierno". Sé que me corresponde decidir, pasar por alguna de ellas, pero no soy capaz de elegir. Las miro y vuelvo a mirar, y me parecen iguales.

- ¿Los carteles no te dicen nada?

- En un principio no, el tipo de letra es el mismo.

- ¿Y luego?

- Agarro el pomo de la puerta del "Piso Infierno", lo giro y entro. Y ahí se acababa todo.
Y efectivamente ahí se acababa todo.

Le culpaba de que los días hubieran dejado de existir, de que las noches fueran eternas, de que las imágenes bombardearan su cabeza y no pudiera dormir. Tenía la culpa de sus ensoñaciones despierta, de tararear cuando estaba rodeada de gente, de escribir sin pensar, de que las palabras carecieran de sentido. Gritar, gritar y gritar. Ojalá sirviera de algo. Tal vez para calmar la angustia. Pero no. Miró al horizonte y supo qué hacer. Agarró una botella de cristal y susurró todo lo que deseaba decir, todo lo que necesitaba expresar y lo guardó en ella. Palabras dulces, otras más amargas. Palabras honestas al fin y al cabo. Cuando hubo terminado, la cerró con cuidado, con temor de que pudiera romperse y la dejó caer en el mar.

A mi alrededor hay muchas rostros. Felices, sonrientes, que ofrecen y obsequian. Tienden sus brazos hacia mí pero me dan miedo. Tengo la sensación de que quieren apropiarse de algo más profundo que mí mismo. Me mantengo distante e intento imitar su sonrisa, más semejante a una mueca que a un gesto natural, para pasar desapercibido. Pero mi mandíbula se cansa y soy descubierto pronto. Este juego es peligroso. Si no consigo jugar bien mis cartas es posible que todo se vuelva oscuro y ellos se hagan con eso que tanto anhelan. No sé qué quieren exactamente, sin embargo, tampoco deseo descubrirlo.

Había sobrevivido. Estaba sola en aquella isla. El azul del cielo y la calma del océano jamás resultaron más sofocantes que en aquel instante. Se agarró los labios, intentando contener un alarido y lloró. Lloró desconsoladamente. Estaba sola. No había nadie que pudiera socorrerla. Buscó dentro de su vestido y encontró la única fotografía que conservaba de ellos. La miró y la acarició. Y se apaciguó, pero sabía que aquella serenidad se desvanecería tan pronto como mirara a su alrededor.

Una ventana discreta

Un ruido la sobresaltó y la devolvió al mundo de los vivos. Se había quedado dormida en el butacón. Movió la mandíbula para desplazar la dentadura y lanzó un sutil alarido. Odiaba quedarse dormida a plena tarde y tantas horas (que el televisor estuviera ofreciendo el programa de testimonios de las siete le indicaba el largo rato que había estado abstraída) porque eso no le hacía más que recordar lo vieja que se sentía, lo vieja que era. Mientras volvía en sí, lanzó una mirada a la joven e imponente presentadora del programa. Se tocó la que había sido su mejilla y notó su piel aterciopelada y suspiró resignada. Envejecer no era algo doloroso ni triste, simplemente formaba parte de todo el pack. Sintió un escalofrío, buscó con la mirada el chal que mantenía en el salón y al no encontrarlo, decidió hacer el esfuerzo sobrehumano de cerrar la ventana. En realidad, no era su cuerpo el que había envejecido sino su cabeza. Se dirigió hacia el cristal, agarró el picaporte para cerrarlo, pero la visión al otro lado la detuvo unos instantes. En la calle, sentada en un banco, había una pareja que se miraba con ojos tiernos. No se trataba de un par de adolescentes, tendrían más de veinte años. Evidentemente no era la primera vez que contemplaba una situación semejante, pero le gustó sentir que había algo especial en ellos, tal vez la ilusión de comenzar algo nuevo. Se escondió un poco para evitar ser descubierto y se recreó un poco más. Ella era menuda y muy bonita. Tenía ojos brillantes y enormes, que no le quitaban la vista a él de encima. Él sí que miraba, nervioso, a todas partes, pero le acariciaba la cara demostrando que estaba allí. Ante la imagen, no pudo evitar escapar un suspiro ni viajar al pasado. Recordó de pronto la última vez que se vieron. Era de noche, invierno y hacía mucho frío en aquel piso sin calefacción. Eran mayores que aquellos dos, unos veinte años más, pero se miraban del mismo modo. Sabían que ésa sería la última vez, no volverían a verse jamás y no quisieron decir nada. Tan sólo él la tomó de la mano, la agarró contra sí y empezaron a bailar. No tenían música pero ella imaginó The way you look tonight y cerró los ojos. Jamás olvidaría la sensación de su mejilla contra la de ella, y el calor de sus brazos alrededor de los suyos. Volvió en sí con cierta melancolía, pero también con la satisfacción de al menos haber sentido aquello.

Huidas

Se dejó llevar como otras tantas veces. Abrió los brazos y quiso volar y dejar de sentir. El tiempo dejó de existir, también su sentido y ella misma. Sólo hubo colores, parches e imágenes lejanas. Y muchos pies por todas partes, que chasqueaban contra el suelo. Pensó que sería divertido lanzar las páginas de sus pensamientos al aire. Sin más. Y lo hizo. No recapacitó (en esos momentos esa posibilidad jamás existía) de que tal vez alguien las recogiera y leyera su contenido. Y quedaría expuesta ante esos ojos escrutadores. Aquellas vías a su interior eran peligrosas porque nadie más que ella podría entender sus viajes-huidas. Ya era tarde para lamentaciones. Se había convertido en un ser obvio.

Tedio

El despertador suena como cualquier otra mañana. Alargo el brazo con la intención de derribarlo y disfrutar de cinco minutos más de descanso que se convierten en un par pues no soporto la idea de llegar tarde. Me levanto sigilosamente de la cama, con los años he conseguido controlar mis movimientos para que no se percate ni siquiera de que me incorporo. Una vez en pie, en la oscuridad, no puedo evitar contemplarla. Me gustan sus ojos mientras duerme. También sus labios contraídos como si dormir le supusiese un esfuerzo. Y sonrío como un gilipollas. Me dirijo a la cocina y allí enciendo la cafetera. El último modelo que adquirimos (en realidad fue un regalo de su madre) es increíble, prepara café en cuestión de dos minutos. Aprovecho ese tiempo para ir al baño y echarme agua en la cara y mirarme en el espejo. ¿Por qué será que cada lunes me asemejo tanto a un despojo humano? El café ya está listo y me siento en la cocina a saborearlo. Me lo tomo a pesar de que en cuanto llegue a la oficina me tomaré otro con los compañeros y tal vez unos churros. Lo bebo a pesar de que hoy no sabe a nada. Corro a vestirme y a terminar de asearme. Me vuelvo a mirar en el espejo y el traje no me sienta bien. Es extraño, porque es mi favorito, el infalible. Me aseguro de que he cogido todo lo que necesito y atravieso la puerta. Ha comenzado a salir el sol y el día parece más gris que nunca. Llega la hora del trabajo. Los compañeros hacen los mismos comentarios simples de siempre (aunque el viernes no me lo parecían) y las tareas del día me aburren sobremanera. Oh, no, ha vuelto a suceder.

El letargo

Cuando tomó la decisión, todos intentaron disuadirla. Sabían que había pasado por un shock importante (las pérdidas siempre lo son), pero esperaban que pudiera reponerse. Primero fueron consejos, luego ruegos. Todos le advirtieron que hacerlo no haría más que acentuar el dolor y que acabaría convirtiéndose en un fantasma, dejando de sentir poco a poco. Pero a ella no le importó.

Le habían explicado cómo hacerlo. Parecía más sencillo en las instrucciones escritas en aquel papel de periódico. Lo que no le predijeron fue la punzada de dolor que le inundaría toda la garganta y los ojos. Colocó el cofre a su lado y miró al vacío a modo de preparación. No necesitó valor, cuando se deja de sentir, el temor no existe. Se clavó el objeto con fuerza en la garganta y cayó al suelo inconsciente. En cuestión de segundos, su voz y sus recuerdos quedaron almacenados en aquel pequeño recipiente.

Al despertar, efectivamente, no era más que una sombra de aquella que había sido. Sus recuerdos no eran más que una nebulosa inexistente en su cabeza. A pesar de que no recordaba nada, agarró el joyero con nervio, una fuerza invisible los unía, y sabía que por algún motivo, debería mantenerlo cerca de sí misma.

Tras el incidente, muchos de sus conocidos no pudieron soportar verla en aquel estado de letargo. Sentían que aquella persona llena de vida y de historias se había disipado para siempre. Tan sólo uno de ellos quiso recordar firmemente sus palabras “No me queda nada en que pensar ni nada que decir, pero tal vez eso cambie, y si es así, volveré a ser la de siempre. Ya no depende de mí” y esperar.

Mientras esperan

Todos esperan expectantes en el salón. Ella oye el barullo de copas, risas y charla. Todos parecen animados, pero saben que falta algo. Falta su entrada triunfal. Su sonrisa refutando que lo ha conseguido. Se retoca la caída del vestido y se toca el cabello. Se echa la última mirada al espejo y se descubre como siempre. Suspira resignada. Gira la cabeza y vuelve a observarse. Sin respirar, sin pensar. Sólo se mira. Y su imagen, delimitada, se mezcla con el fondo de la habitación, como cuando una palabra se repite demasiadas veces y deja de tener sentido. ¿Tal vez ella ha dejado de tenerlo? No se mueve, ni siquiera arquea la ceja. Mantiene una lucha con la mujer que ve frente a sí, ella tiene que ganar esa batalla, ha de encontrar algo real. El tiempo se para, se le vuelve eterno y silencioso. Su ensimismamiento es roto, escucha cómo la llaman desde lo lejos. Hace el amago de cruzar el umbral pero no puede hacerlo. Una fuerza paraliza sus piernas. Agacha la cabeza pensativa. Espera una señal, un nombre que le diga algo, tal vez un escalofrío. Se provoca el llanto. Llorar siempre le hace sentirse viva. Pero nada. Nada sucede. Sólo el vacío.

Hoy no quiero lloros, ni lamentaciones, no quiero penas, ni angustias, no quiero soledad, ni hecatombes. Sólo quiero olvidar y creerme que soy una persona. Construir una vida de banalidades y rutinas. Nimiedades y alegrías. ¿Es eso mucho pedir? Probablemente.

Una tarde de domingo lúgubre, teñida de gris a causa de la lluvia. Parece que cuando llueve tenemos más derecho a ser desdichados, se nos perdona la melancolía. No sucede lo mismo cuando sale el sol. Nos acusan de cometer un grave crimen si somos capaces de llorar cuando los rayos del mismo nos acechan. No lo entiendo porque odio el sol, cuando se apuesta nuestras carencias son más evidentes, están más expuestas.

They wanted to say things, but they weren’t able to express them. They could spend hours and hours looking at each other but those words just wouldn’t come out of their mouths. They felt lonely, maybe that was it. Only that. They wanted to say things, but they weren’t able to express them. They could spend hours and hours looking at each other but those words just wouldn’t come out of their mouths. They felt lonely, maybe that was it. Only that.

Drive

“¿No tienes quién que te lleve a casa?” le había preguntado él con cierta ingenuidad al verla junto a la salida de ese bar de mala muerte del que también él había escapado, con mirada de pánico y dientes chirriantes. Ella ni siquiera fue capaz de articular palabra, tan sólo sacudió la cabeza con timidez. No entendía qué podía estar haciendo una chica como ella allí sola. Debía de tratarse de algún malentendido, eso sin duda. “Sube, yo te llevo” dijo sin recapacitar. Con la cabeza gacha ella se introdujo en el coche. La observó con más detenimiento, tez pálida, ojos grandes y claros, cabello castaño, su imagen era angelical. Había algo en ella que propiciaba pensar que fuese incapaz de ninguna maldad, que se tratara de un alma bondadosa. El vehículo comenzó a circular. A pesar de que él era quien le hacía el favor a ella, temía hablarle por si pudiera ofenderla. Siguió en línea recta y sólo se le ocurrió un “¿qué hacías ahí sola?”. Ella giró la cara y miró por la ventana. Creyó oírla llorar. Algo violento, encendió rápidamente la radio, para proporcionarle algo de intimidad. No entendía muy bien qué estaba pasando, pero intuía que esta pobre chica se encontraba en problemas. Intentó sintonizar una cadena y la primera en dejar de chirriar fue una de esas de éxitos de los ochenta. Sonaba Drive de The Cars. ¿Quién va a llevarte a casa esta noche? Aquello parecía una broma pesada. “¿Y bien?” preguntó él. Ella tornó la cabeza hacia él y preguntó extrañada “¿Y bien qué?”. “¿Adónde te llevo, dónde vives?”. Y ella respondió evitando su mirada “esta noche será tu casa”.

Y nada cambia

Los días han pasado y nada ha cambiado. El desorden del dormitorio continúa creando su propia estructura interna, la bombilla no ha cesado de parpadear provocándole mareos cada media hora y el silencio es infinito. Absoluto. Espeluznante. Si deja de hablar para sí en su cabeza, no hay nada más que mutismo. Él pensaba que si dejaba el tiempo pasar, si miraba fijamente a la pared, algo cambiaría. ¿Es que acaso todo depende de él? Esperaba que no fuera así aunque mucho se temía que estaría equivocado. Ya es de noche; el cielo, sin embargo, está gris. Qué irónico le parece. “Mañana tendré que levantarme, ducharme e ir al trabajo. Comer y hacer vida normal” se dice. Agacha la cabeza y se responde “entonces mañana lo pensaré”.

Durante la espera

Sabe que está a punto de llegar y oscurece la habitación. Se quita la camisa y la falda y las lanza al vacío. No lo hace con suficiente energía, las coge y vuelve a arrojarlas como si no hubiese sido algo premeditado, tratando de marcar el ardor que supuestamente le embarga. Suspira no demasiado satisfecha pero mira el reloj y se percata de que no dispone de demasiado tiempo. Dirige una mirada fugaz al espejo donde encuentra un reflejo de sí misma en ropa interior. Hace poses inverosímiles tratando de descubrir su aspecto más atractivo. No le apetece plantearse si le gusta la imagen al otro lado y decide tumbarse. Se prepara sobre la cama. ¿En qué posición debería esperarle? ¿Simplemente tumbada como si nada? ¿Tal vez de lado marcando pecho? Se siente completamente ridícula. Y está convencida de que la situación lo es. Cuando Alberto y ella se conocieron no tenían que planificar los momentos de intimidad, simplemente sucedían y continuamente. Sus cuerpos estaban en incesante efervescencia y sólo necesitaban mirarse para desearse y tenerse. Con los años, la rutina, el trabajo y el cansancio en general fueron mermando la efusión. A ella no le preocupaba en exceso, suponía que era algo corriente dentro de la vida de una pareja. Se sentía bien, satisfecha. Algunos aspectos de su relación habían disminuido, pero al mismo tiempo, sido reemplazados por otros. Eran felices, ¿es que eso no era suficiente? Evidentemente no le preocupó hasta que él vino a reprocharle que ya no se cuidaba ni le atendía cómo precisaba. Lo cierto es que se sintió bastante indignada, en aquella pareja él no era el único que tenía necesidades, pero parecía que las de él primaban sobre las de ella. Así que, sin pensarlo demasiado, acudió a una tienda de lencería y se compró un conjunto elegante (se negaba a adquirir uno de ésos más parecido al que llevaría una joven en una película porno), preparó la habitación y decidió esperarle en una pose invitadora. Y allí estaba, sintiéndose grotesca en su propia cama. Comenzó a sentir un poco de frío, se abrigó con los brazos y miró hacia el reloj de la mesilla. Qué extraño, Alberto ya se retrasaba. Tal vez se hubiera quedado con los compañeros tomando algo. Oh, no, había olvidado comprar las cebollas para el guiso de mañana. ¿Debería llamarlo para pedirle que se pasara por el supermercado? Adelantó el cuerpo para abandonar su posición y en ese preciso instante, divisó su reflejo. Fue como si se mirase por primera vez. Y sintió ganas de llorar.

Llegados a ciertos momentos, debemos ser sinceros con nosotros mismos y asumir que no estamos hechos de paja.

... ...

¿De dónde había salido aquella puerta? Estaba convencida de que de haber estado siempre allí, me habría percatado antes... en una de las sesiones de limpieza intensiva, por ejemplo. Era extraño, sin duda. Se trataba de una puerta de pequeño tamaño, menos de cincuenta centímetros de altura y de color azul. Y tenía un pequeño pomo. Si no hubiese sido por lo dantesco de la situación, probablemente me habría parecido incluso adorable. Me coloqué a corta distancia y la observé. Tenía algo que me hipnotizaba. Me mantuve allí más minutos de los que pueda recordar. Entonces observé que alguien golpeaba desde dentro.

...

La otra noche me senté en la cama a leer (soy una de esas personas que no saldría de su cama en todo el día y no precisamente para seguir durmiendo, disfruto haciendo cada pequeña cosa en ella, incluso comer... Mi cama es mi planeta, mi ínsula Barataria). Apoyé la espalda en la pared, dejé colgar mis pies como si fuera una niña pequeña y agarré con solemnidad el tomo entre mis manos. Me olvidé de los ruidos exteriores (en realidad no había ninguno, mi habitación no tiene ventana...), y me dipuse a leer. Mi concentración era absoluta, por ello me costó percatarme. Pero pasados unos segundos, comencé a notarlo. Uuuuuuh. Me extrañé un instante, pero no quise abandonar mi recién inaugurada lectura. Sin embargo, uuuuuuuuuuuuuh. Tuve que apartar el libro y girar la cabeza, dirigir mi oído hacia aquello. ¿Era un susurro? No era posible. Tal vez la televisión de algún vecino. No, esa respuesta no me convencía. El susurro comenzó a crecer progresivamente y para mi alarma, estaba hablándome a mí. ¡Estaba diciendo mi nombre! Corrí al armario, miré debajo de la cama. No había nadie. Y a pesar de todo, seguía oyendo esa voz pronunciándome. Excitada, trasladé la cama de lugar y encontré algo que jamás habría imaginado. Una pequeña puerta.

Se aleja lentamente. De mí, del espacio, de lo conocido. Me gustaría preguntar por qué, pero temo alzar la voz, escucharme y que sea real. Mientras me mantenga contra la pared, podrá ser sólo parte de mi imaginación. Pero se aleja.

El charlatán

Decían muchas cosas sobre él. Decían que era un buen hombre, decían que hacía reír, pero sobretodo, decían que no paraba de hablar. Era un auténtico charlatán, de ésos a los que jamás podrías imaginar con la boca cerrada. Su gesto era exagerado y casi teatral, sus ojos permanecían siempre muy abiertos, en consonancia con los movimientos de sus labios. Mis hijos pequeños estaban atemorizados, no comprendían que era un bufón, un buen hombre, pero un charlatán que nos entretenía a todos con sus historias. Si te encontrabas un poco desanimado, si el trabajo aquella jornada te hacía odiar a todo el mundo, te acercabas al bar (siempre estaba en la barra) y una de sus historias te alegraba la mañana. Pero cambió. Nadie supo jamás qué provocó la transformación, sin embargo, de la noche a la mañana, dejó de acudir al bar de siempre, dejó de mostrarse alegre y dejó de charlar. Se convirtió en un ser gris que trataba de pasar desapercibido. Yo me acerqué en un par de ocasiones a su casa, a ver cómo se encontraba, no me terminaba de creer que aquel hombre con el que todos habíamos reído hasta llorar se hubiese desvanecido tal cual. Pero mis ojos me ofrecieron la prueba. Su rostro se había llenado de vacíos y su boca había empequeñecido. Le pregunté '¿cómo andas?' más de una vez y su respuesta fue un simple encoger de hombros. No quise molestarlo más. Algunos dijeron que se había secado, que se había quedado sin nada que decir tras agotarlo todo. Tal vez había llegado al límite. Supongo que todos lo tenemos.

En plena noche

Se levantó de un sobresalto, empapado en sudor. El pulso totalmente turbado. Mientras era consciente de que su respiración se elevaba por encima del resto de sonidos nocturnos, y trataba de incorporarse, tuvo un presentimiento. Sentía que algo no iba bien. Se incorporó y colocando la mano en el pecho, trató de apaciguarse.Un minuto más tarde, volvía a recuperar el aliento y oyó ruido a lo lejos. Extrañado más que preocupado, abandonó su habitación para descubrir de dónde procedía el tumulto. La casa estaba completamente a oscuras, sólo se divisaba luz al final del pasillo. Prefirió mantener la escasez de luz y caminó con cuidado, a tientas, evitando tropezarse. Al fin alcanzó el umbral de la puerta del salón, de donde parecían llegar las estridencias. Lentamente, con temor, atravesó la puerta y llegó a la claridad. Y cuál fue su sorpresa al descubrir a su familia en pleno banquete. Los miró detenidamente. Una enorme mesa repleta de platos irresistibles e inconmensurablemente grandes. Cubiertos de plata cuyo brillo resultaba cegador. Personas más similares a maniquíes con piezas movibles que a seres humanos. ¿Estaba seguro de que fuera su familia? Se parecían mucho, sí, y estaban en su hogar para más inri, pero había algo distinto en ellos. Llevaban unos vestidos blancos, inauditos, como de otra época. Pero aún peor, sus rostros se le antojaban distorsionados, sus miradas estaban perdidas. Emitían sonidos que no tenían ninguna coherencia. Comenzó a ponerse nervioso, miró hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia los rincones, buscando alguna pista que le permitiera entender qué estaba pasando. Cerró los ojos, tan sólo dos segundos, y al abrirlos, reconoció un objeto del que estaba seguro no haber visto un minuto atrás. Una burbuja. Una enorme y cristalina burbuja. Y su familia se hallaba dentro. Como si tal cosa, cenaban, charlaban, se movían en su interior. Su madre, su padre, su hermana y su ancianísima abuela se dedicaban a realizar la función. Él no entendía nada, se acercó con temor al continente, que se hallaba entre los muebles, como uno más, y la tocó. Primero con un dedo, luego con varios, posteriormente, con toda la palma de la mano. Estaba congelada, casi sintió dolor al rozarla. Aún así, dio un golpe brusco, esperando alguna respuesta desde dentro. Sin embargo, nada pasó. ‘¡Eh!’ dijo con desprecio. Y nada sucedió. Volvió a gritar, pero dando un golpe esta vez, y ninguno de los miembros de la burbuja se inmutó. ‘¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!’ ahora fue un ahogado alarido. ‘¡Eeeeeeeeh, acaso no me oís!’ chilló casi quedándose sin aliento. Él comenzó a impacientarse, a sentirse abrumado. No deseaba más que recibir la atención de sus familiares un segundo, sentir que todavía se hallaban con él. Empezó a aporrear el exterior de la burbuja, con ambas manos con ansiedad, con la angustia más absoluta. Continuadamente, dejando toda su fuerza en ello. No pudo evitar dejar caer unas lágrimas. ‘Por favor, estoy aquí, ¿¿¿ES QUE NO PODÉIS OÍRME???’ vociferó perdiéndose. Pero a esto le siguió el silencio, y con el silencio, la nada.