Y nada cambia

Los días han pasado y nada ha cambiado. El desorden del dormitorio continúa creando su propia estructura interna, la bombilla no ha cesado de parpadear provocándole mareos cada media hora y el silencio es infinito. Absoluto. Espeluznante. Si deja de hablar para sí en su cabeza, no hay nada más que mutismo. Él pensaba que si dejaba el tiempo pasar, si miraba fijamente a la pared, algo cambiaría. ¿Es que acaso todo depende de él? Esperaba que no fuera así aunque mucho se temía que estaría equivocado. Ya es de noche; el cielo, sin embargo, está gris. Qué irónico le parece. “Mañana tendré que levantarme, ducharme e ir al trabajo. Comer y hacer vida normal” se dice. Agacha la cabeza y se responde “entonces mañana lo pensaré”.

Durante la espera

Sabe que está a punto de llegar y oscurece la habitación. Se quita la camisa y la falda y las lanza al vacío. No lo hace con suficiente energía, las coge y vuelve a arrojarlas como si no hubiese sido algo premeditado, tratando de marcar el ardor que supuestamente le embarga. Suspira no demasiado satisfecha pero mira el reloj y se percata de que no dispone de demasiado tiempo. Dirige una mirada fugaz al espejo donde encuentra un reflejo de sí misma en ropa interior. Hace poses inverosímiles tratando de descubrir su aspecto más atractivo. No le apetece plantearse si le gusta la imagen al otro lado y decide tumbarse. Se prepara sobre la cama. ¿En qué posición debería esperarle? ¿Simplemente tumbada como si nada? ¿Tal vez de lado marcando pecho? Se siente completamente ridícula. Y está convencida de que la situación lo es. Cuando Alberto y ella se conocieron no tenían que planificar los momentos de intimidad, simplemente sucedían y continuamente. Sus cuerpos estaban en incesante efervescencia y sólo necesitaban mirarse para desearse y tenerse. Con los años, la rutina, el trabajo y el cansancio en general fueron mermando la efusión. A ella no le preocupaba en exceso, suponía que era algo corriente dentro de la vida de una pareja. Se sentía bien, satisfecha. Algunos aspectos de su relación habían disminuido, pero al mismo tiempo, sido reemplazados por otros. Eran felices, ¿es que eso no era suficiente? Evidentemente no le preocupó hasta que él vino a reprocharle que ya no se cuidaba ni le atendía cómo precisaba. Lo cierto es que se sintió bastante indignada, en aquella pareja él no era el único que tenía necesidades, pero parecía que las de él primaban sobre las de ella. Así que, sin pensarlo demasiado, acudió a una tienda de lencería y se compró un conjunto elegante (se negaba a adquirir uno de ésos más parecido al que llevaría una joven en una película porno), preparó la habitación y decidió esperarle en una pose invitadora. Y allí estaba, sintiéndose grotesca en su propia cama. Comenzó a sentir un poco de frío, se abrigó con los brazos y miró hacia el reloj de la mesilla. Qué extraño, Alberto ya se retrasaba. Tal vez se hubiera quedado con los compañeros tomando algo. Oh, no, había olvidado comprar las cebollas para el guiso de mañana. ¿Debería llamarlo para pedirle que se pasara por el supermercado? Adelantó el cuerpo para abandonar su posición y en ese preciso instante, divisó su reflejo. Fue como si se mirase por primera vez. Y sintió ganas de llorar.