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Empezaba a estar aburrido de tantos miedos y tantos obstáculos. Se vio a sí mismo, de pronto, absurdo y patético. Qué sentido tenía cuestionárselo todo, meditarlo, programar cada paso mentalmente. Con tanta introspección, con tanta reflexión había terminado por olvidarse de lo más importante: vivir. Y vivir no significaba huir, hacer la maleta y correr a protagonizar aventuras, enamorarse de una prostituta o conocer a personajes peculiares, dignos de una novela más que de la realidad. Vivir era simplemente eso, vivir. Enfrentarse a su imagen en el espejo cada mañana, aceptar a los individuos que le rodeaban cada día, intentar disfrutar los pequeños detalles que conformaban su tan poco apreciada existencia.
Giró el pomo y cerró la puerta de la habitación. Se quedó solo en su pequeño mundo. Rodeado de escasos muebles, multitud de libros e inmensos recuerdos. Algunos habían tenido lugar allí mismo, otros habían sido resultado de su imaginación. Su imaginación volaba. Siempre le había llevado lejos, tan lejos como había deseado. Al cerrar la puerta, había dejado atrás los ruidos que llegaban del salón. Detestaba aquellas escandaleras, la televisión a todo volumen, el griterío de esas personas que compartían su hogar y se suponía que eran su familia. Se suponía que lo eran, pero en realidad no eran más que unos extraños que tenían el mismo apellido que él y la misma dirección postal. Suspiró, una vez en su cuarto, no tenía nada que temer. O puede que tuviese que temerlo todo. Agarró su cuaderno, se acurrucó en un rinconcito y se dispuso a escribir. Había comenzado a narrar un relato sobre un chico de veinte años, que vivía en una pequeña ciudad y que lo dejaba todo para vivir la vida que siempre había soñado. No era la primera vez que escribía una historia así. De hecho, siempre era la misma. Tal vez cambiaban los personajes, los paisajes o los destinos, pero al fin y al cabo, siempre hablaba de sí mismo y de su infelicidad. Odiaba su vida, la odiaba desde que tenía uso de razón. Y se odiaba a sí mismo porque era consciente de que nunca tendría el valor ni las agallas para marcharse. Lo curioso era que nada le ataba realmente, nada que le importara, pero no podía. Simplemente no podía hacerlo.