- Creo que estoy enferma.
- ¿Qué te pasa? – Preguntó alarmado.
- No estoy segura. Tengo náuseas y un dolor
tremendo en el pecho. – Miró a su alrededor sin mirar a ninguna parte en
realidad. – Creo que será mejor que me eche un rato.
Subió las escaleras lentamente. Se
apoyó en el pasamanos con la escasa fuerza que le fue quedando. Hasta llegar al
final, a una buhardilla sucia, llena de humedades y oscuridad. Estanterías con
libros olvidados, cuadernos y un colchón sobre el suelo. Aquél era el único
lugar que podría acogerla en ese preciso instante. Necesitaba guarecerse en la
oscuridad y en el olvido.
Dejó caer su cuerpo con cuidado
sobre el colchón y una vez que yació completamente, pudo entender que el dolor
no había hecho más que empezar y no acabaría hasta extenderse por todo su
cuerpo. Cerró los ojos dejándose llevar , rindiéndose.
Sabía que pasarían horas, días,
tal vez semanas sin poder hacer nada contra ese dolor que la poseía. Del mismo modo que sabía que sólo ella podría
levantarse y dejar de sufrir. Pero qué fácil era no hacer nada y lamentarse. Tan
sencillo que no estaba segura de cuál sería su fin.