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Qué tontería sonreír como si tuviera quince años, ¿verdad? Qué estupidez sentir esa extraña ilusión, propia de una adolescente, con sus correspondientes hormigueos en el estómago. Qué ridículo, en realidad, soñar despierta e imaginar desenlaces maravillosos y cursis, propios más de una película mala y predecible que de mi vida. Pues sí, qué tonta, estúpida y ridícula, pero qué bonito al mismo tiempo.
Me gusta la redacción a medianoche. Las voces ya se han callado, reina el silencio y tan sólo se oyen los suaves roces al teclado. Los redactores ultiman sus crónicas entre paredes transparentes y blancas, añorando la hora de salida. Todos parecen concentrados, dedicados a una importante tarea. Al fin y al cabo, lo es. Yo me limito a observarlos y a soñar despierta... y a esperar el cierre.
En una mañana fría como ésta deseo desaparecer, escaparme. Cerraré los ojos y viajaré al lugar donde el cálido sol me protege y no hay más ruido que el de las gaviotas sobrevolándome. Olor a sal y humedad en mi cara. Allí es donde quiero estar. Mi infancia y yo misma correteando por una playa, que a veces detesto, y otras tantas echo de menos.
Estaban enfrente el uno del otro en silencio. Ella intentaba hablar, pero ninguna palabra parecía adecuada para aquel momento. Se le venían tantas ideas y ninguna al mismo tiempo. Daba vueltas y vueltas en sí misma. Ella permanecía en silencio, pero su silencio resultaba atronador. Él, no obstante, estaba allí y su mutismo procedía de mucho más allá. No es que no supiera qué decir, simplemente no sentía nada. En aquella porción de sí mismo no había más que vacío. La miró esperando hallar una respuesta, un segundo, dos. Y nada. Agachó la cabeza y deseó apreciar algo. Una telaraña comenzaba a entrelazarse, se esforzó por oír a dónde podría llevarle. No, había sido una falsa alarma. No sentía nada. Simplemente, nada.
Sentí el viento en mi cara y me gustó. El cabello se me arremolinaba y se volvía loco, pero qué importaba, el viento estaba en mi cara. Dejé de preocuparme por la imagen que pudiera estar dando o por el aspecto desaliñado con el que llegaría al trabajo… simplemente disfruté de aquel momento, mientras caminaba por las calles de esta vieja ciudad y el viento se convertía en mi compañero de viaje.
La ciudad puede llegar a ser muy gris, pero no adquiere este tono precisamente por los gases, la polución y demás elementos nocivos, sino por la vanidad, la indeferencia o el materialismo. Soñábamos con un mundo ideal, propio de los cuentos que leíamos de pequeñas, sin embargo, el tiempo ha demostrado que éstos no suceden más que en los libros y en nuestras cabezas. No deberíamos dejar de soñar porque precisamente en esta capacidad nuestra reside que el tono de la ciudad sea gris y no negro absoluto. Al menos, siempre dispondremos de nuestras propias desgracias para reírnos y sentir que los edificios se resquebrajan por rayos, que tan sólo tú yo, sabemos de dónde provienen.
Todo había desaparecido, a su alrededor sólo había sexo. Sudor, gemidos y puños cerrados, aferrados a la sábana. Ya nada le importaba, sólo podía pensar en la lengua de él alrededor de su cuello, sus manos enganchadas a sus pechos, su pene contra ella. Se agarraba del cabello, como intentando contenerlo y deseando que no cesara al mismo tiempo. La fuerza se concentraba en su pelvis, perdiendo todo el control. Giraba la cabeza, como si una melodía diabólica la hubiera poseído. Perdía el control, no podía evitarlo, todo en lo que pensaba era él. Y él ni siquiera estaba allí.
Palabras, palabras y más palabras. Eso es lo único que veía por todas partes. Letras que se unían y conformaban líneas, textos que la iban persiguiendo, en habitación, por las avenidas, en el supermercado. Abominación. Exilio. Burro. Amasijo. Corrían veloz hacia ella. Intentaba esquivarlas. Trasquilón. Pie. Muñeca. Hormigas. Desorden. Venían directamente hacia ella. ¡Palabras!
Buscaba un amor, pero el amor no llegaba. Lo buscaba al pasear entre las calles, en las tiendas, en los bares… y nada. Mantenía los ojos bien abiertos cada segundo, pues cuanto más atenta estuviese, más probabilidad habría de encontrarlo. O eso pensaba ella. Sin embargo, el tiempo transcurría y no pasaba nada. Absolutamente nada. Entre búsqueda y búsqueda, se preparó una sopa de sobre, de ésas de sabor indescriptible pero eficaz y se dio cuenta de que todo aquello no servía para nada. Estaba perdiendo el tiempo. ¡Si quería un amor, la única solución era que ella misma lo crease! Crearía una figura a la que poder amar, abrazar, contarle las pequeñas anécdotas del día a día. Sí, definitivamente ésa era la solución.