Canicas
Pasillos
Hay pasillos por todas partes, pasillos inmensos, largos y muy luminosos. La luz que desprenden las bombillas es amarilla y brillante y me ciega. Me cubro con los brazos. En realidad, no pienso, sólo camino a través de esos pasillos. Parece que a medida que avanzo se estrechan. No tiene sentido, no es posible. Pero juraría que sí. Siento como me quedo sin respiración. Corro casi a ciegas. Un paso veloz y otro y otro. ¿Pero hacia dónde voy? En realidad, ¿cómo he llegado hasta aquí? Sé que estaba durmiendo en mi cama, plácidamente, y de pronto, me encontré aquí. No entiendo nada. No entiendo nada. Creo que me limitaré a sentarme y a cerrar los ojos, tal vez esto no sea más que un sueño. O una pesadilla.
Piso Cielo VS Piso Infierno
Esperaba y esperaba sentado en el pasillo de la consulta. No oía nada más que su propia respiración y la irritante y continua aspiración del aire acondicionado. Tamborileó los dedos, pero esto le crispó aún más; agarró una de las numerosas revistas de la mesilla, la ojeó ávidamente y la devolvió a su lugar de procedencia, no le decía nada. Resopló malhumorado y justo cuando la idea de marcharse de allí comenzó a aflorar con fuerza, sintió voces y pasos acercándose a la puerta, adoptó su rígida postura inicial.
La puerta se abrió y en el umbral descubrió una figura conocida y una sombra que no quiso observar. Simplemente agachó la cabeza. Sintió unos pasos secos que continuaron hasta la entrada y desaparecieron. Cuando la sombra hubo desaparecido, la figura le hizo un gesto para que le siguiera.
Dejó atrás la sala de espera y se adentró en un espacio que le resultaba más familiar. Un pequeño despacho, iluminado con un pequeño flexo en el escritorio. Un mueble repleto de libros en idiomas que no entendía. Y un rostro paciente y con ojos enormes. Se acomodó en su asiento, al otro lado del escritorio y permaneció en silencio. De nuevo en espera. Sabía que no le correspondía a él empezar, que debía seguir el protocolo, de modo que se contuvo unos segundos… hasta que ella pronunciara una palabra o formulara una pregunta. Pero no pudo esperar más.
- He vuelto a tener ese sueño.
- ¿El sueño?
- Sí, el de siempre.
- ¿Alguna variación esta vez?
- Bueno…- intentó hacer memoria.- Yo camino y camino por una especie de túnel, pero no es el de la muerte, no se parece en nada.
- ¿Acaso sabes cómo es el supuesto túnel de la muerte?
- No, pero no es como el de mi sueño. La cuestión es que al final del túnel llego a una sala de espera en la que hay dos puertas. Y todo es blanco. Un blanco industrial cegador. Las puertas son exactamente iguales. La única diferencia en ellas es que de cada una pende un cartel enorme que dice "Piso Cielo" y "Piso Infierno". Sé que me corresponde decidir, pasar por alguna de ellas, pero no soy capaz de elegir. Las miro y vuelvo a mirar, y me parecen iguales.
- ¿Los carteles no te dicen nada?
- En un principio no, el tipo de letra es el mismo.
- ¿Y luego?
Le culpaba de que los días hubieran dejado de existir, de que las noches fueran eternas, de que las imágenes bombardearan su cabeza y no pudiera dormir. Tenía la culpa de sus ensoñaciones despierta, de tararear cuando estaba rodeada de gente, de escribir sin pensar, de que las palabras carecieran de sentido. Gritar, gritar y gritar. Ojalá sirviera de algo. Tal vez para calmar la angustia. Pero no. Miró al horizonte y supo qué hacer. Agarró una botella de cristal y susurró todo lo que deseaba decir, todo lo que necesitaba expresar y lo guardó en ella. Palabras dulces, otras más amargas. Palabras honestas al fin y al cabo. Cuando hubo terminado, la cerró con cuidado, con temor de que pudiera romperse y la dejó caer en el mar.
A mi alrededor hay muchas rostros. Felices, sonrientes, que ofrecen y obsequian. Tienden sus brazos hacia mí pero me dan miedo. Tengo la sensación de que quieren apropiarse de algo más profundo que mí mismo. Me mantengo distante e intento imitar su sonrisa, más semejante a una mueca que a un gesto natural, para pasar desapercibido. Pero mi mandíbula se cansa y soy descubierto pronto. Este juego es peligroso. Si no consigo jugar bien mis cartas es posible que todo se vuelva oscuro y ellos se hagan con eso que tanto anhelan. No sé qué quieren exactamente, sin embargo, tampoco deseo descubrirlo.
Había sobrevivido. Estaba sola en aquella isla. El azul del cielo y la calma del océano jamás resultaron más sofocantes que en aquel instante. Se agarró los labios, intentando contener un alarido y lloró. Lloró desconsoladamente. Estaba sola. No había nadie que pudiera socorrerla. Buscó dentro de su vestido y encontró la única fotografía que conservaba de ellos. La miró y la acarició. Y se apaciguó, pero sabía que aquella serenidad se desvanecería tan pronto como mirara a su alrededor.
Una ventana discreta
Un ruido la sobresaltó y la devolvió al mundo de los vivos. Se había quedado dormida en el butacón. Movió la mandíbula para desplazar la dentadura y lanzó un sutil alarido. Odiaba quedarse dormida a plena tarde y tantas horas (que el televisor estuviera ofreciendo el programa de testimonios de las siete le indicaba el largo rato que había estado abstraída) porque eso no le hacía más que recordar lo vieja que se sentía, lo vieja que era. Mientras volvía en sí, lanzó una mirada a la joven e imponente presentadora del programa. Se tocó la que había sido su mejilla y notó su piel aterciopelada y suspiró resignada. Envejecer no era algo doloroso ni triste, simplemente formaba parte de todo el pack. Sintió un escalofrío, buscó con la mirada el chal que mantenía en el salón y al no encontrarlo, decidió hacer el esfuerzo sobrehumano de cerrar la ventana. En realidad, no era su cuerpo el que había envejecido sino su cabeza. Se dirigió hacia el cristal, agarró el picaporte para cerrarlo, pero la visión al otro lado la detuvo unos instantes. En la calle, sentada en un banco, había una pareja que se miraba con ojos tiernos. No se trataba de un par de adolescentes, tendrían más de veinte años. Evidentemente no era la primera vez que contemplaba una situación semejante, pero le gustó sentir que había algo especial en ellos, tal vez la ilusión de comenzar algo nuevo. Se escondió un poco para evitar ser descubierto y se recreó un poco más. Ella era menuda y muy bonita. Tenía ojos brillantes y enormes, que no le quitaban la vista a él de encima. Él sí que miraba, nervioso, a todas partes, pero le acariciaba la cara demostrando que estaba allí. Ante la imagen, no pudo evitar escapar un suspiro ni viajar al pasado. Recordó de pronto la última vez que se vieron. Era de noche, invierno y hacía mucho frío en aquel piso sin calefacción. Eran mayores que aquellos dos, unos veinte años más, pero se miraban del mismo modo. Sabían que ésa sería la última vez, no volverían a verse jamás y no quisieron decir nada. Tan sólo él la tomó de la mano, la agarró contra sí y empezaron a bailar. No tenían música pero ella imaginó The way you look tonight y cerró los ojos. Jamás olvidaría la sensación de su mejilla contra la de ella, y el calor de sus brazos alrededor de los suyos. Volvió en sí con cierta melancolía, pero también con la satisfacción de al menos haber sentido aquello.
Huidas
Se dejó llevar como otras tantas veces. Abrió los brazos y quiso volar y dejar de sentir. El tiempo dejó de existir, también su sentido y ella misma. Sólo hubo colores, parches e imágenes lejanas. Y muchos pies por todas partes, que chasqueaban contra el suelo. Pensó que sería divertido lanzar las páginas de sus pensamientos al aire. Sin más. Y lo hizo. No recapacitó (en esos momentos esa posibilidad jamás existía) de que tal vez alguien las recogiera y leyera su contenido. Y quedaría expuesta ante esos ojos escrutadores. Aquellas vías a su interior eran peligrosas porque nadie más que ella podría entender sus viajes-huidas. Ya era tarde para lamentaciones. Se había convertido en un ser obvio.
Tedio
El despertador suena como cualquier otra mañana. Alargo el brazo con la intención de derribarlo y disfrutar de cinco minutos más de descanso que se convierten en un par pues no soporto la idea de llegar tarde. Me levanto sigilosamente de la cama, con los años he conseguido controlar mis movimientos para que no se percate ni siquiera de que me incorporo. Una vez en pie, en la oscuridad, no puedo evitar contemplarla. Me gustan sus ojos mientras duerme. También sus labios contraídos como si dormir le supusiese un esfuerzo. Y sonrío como un gilipollas. Me dirijo a la cocina y allí enciendo la cafetera. El último modelo que adquirimos (en realidad fue un regalo de su madre) es increíble, prepara café en cuestión de dos minutos. Aprovecho ese tiempo para ir al baño y echarme agua en la cara y mirarme en el espejo. ¿Por qué será que cada lunes me asemejo tanto a un despojo humano? El café ya está listo y me siento en la cocina a saborearlo. Me lo tomo a pesar de que en cuanto llegue a la oficina me tomaré otro con los compañeros y tal vez unos churros. Lo bebo a pesar de que hoy no sabe a nada. Corro a vestirme y a terminar de asearme. Me vuelvo a mirar en el espejo y el traje no me sienta bien. Es extraño, porque es mi favorito, el infalible. Me aseguro de que he cogido todo lo que necesito y atravieso la puerta. Ha comenzado a salir el sol y el día parece más gris que nunca. Llega la hora del trabajo. Los compañeros hacen los mismos comentarios simples de siempre (aunque el viernes no me lo parecían) y las tareas del día me aburren sobremanera. Oh, no, ha vuelto a suceder.
El letargo
Cuando tomó la decisión, todos intentaron disuadirla. Sabían que había pasado por un shock importante (las pérdidas siempre lo son), pero esperaban que pudiera reponerse. Primero fueron consejos, luego ruegos. Todos le advirtieron que hacerlo no haría más que acentuar el dolor y que acabaría convirtiéndose en un fantasma, dejando de sentir poco a poco. Pero a ella no le importó.
Le habían explicado cómo hacerlo. Parecía más sencillo en las instrucciones escritas en aquel papel de periódico. Lo que no le predijeron fue la punzada de dolor que le inundaría toda la garganta y los ojos. Colocó el cofre a su lado y miró al vacío a modo de preparación. No necesitó valor, cuando se deja de sentir, el temor no existe. Se clavó el objeto con fuerza en la garganta y cayó al suelo inconsciente. En cuestión de segundos, su voz y sus recuerdos quedaron almacenados en aquel pequeño recipiente.
Al despertar, efectivamente, no era más que una sombra de aquella que había sido. Sus recuerdos no eran más que una nebulosa inexistente en su cabeza. A pesar de que no recordaba nada, agarró el joyero con nervio, una fuerza invisible los unía, y sabía que por algún motivo, debería mantenerlo cerca de sí misma.
Tras el incidente, muchos de sus conocidos no pudieron soportar verla en aquel estado de letargo. Sentían que aquella persona llena de vida y de historias se había disipado para siempre. Tan sólo uno de ellos quiso recordar firmemente sus palabras “No me queda nada en que pensar ni nada que decir, pero tal vez eso cambie, y si es así, volveré a ser la de siempre. Ya no depende de mí” y esperar.