Decían muchas cosas sobre él. Decían que era un buen hombre, decían que hacía reír, pero sobretodo, decían que no paraba de hablar. Era un auténtico charlatán, de ésos a los que jamás podrías imaginar con la boca cerrada. Su gesto era exagerado y casi teatral, sus ojos permanecían siempre muy abiertos, en consonancia con los movimientos de sus labios. Mis hijos pequeños estaban atemorizados, no comprendían que era un bufón, un buen hombre, pero un charlatán que nos entretenía a todos con sus historias. Si te encontrabas un poco desanimado, si el trabajo aquella jornada te hacía odiar a todo el mundo, te acercabas al bar (siempre estaba en la barra) y una de sus historias te alegraba la mañana. Pero cambió. Nadie supo jamás qué provocó la transformación, sin embargo, de la noche a la mañana, dejó de acudir al bar de siempre, dejó de mostrarse alegre y dejó de charlar. Se convirtió en un ser gris que trataba de pasar desapercibido. Yo me acerqué en un par de ocasiones a su casa, a ver cómo se encontraba, no me terminaba de creer que aquel hombre con el que todos habíamos reído hasta llorar se hubiese desvanecido tal cual. Pero mis ojos me ofrecieron la prueba. Su rostro se había llenado de vacíos y su boca había empequeñecido. Le pregunté '¿cómo andas?' más de una vez y su respuesta fue un simple encoger de hombros. No quise molestarlo más. Algunos dijeron que se había secado, que se había quedado sin nada que decir tras agotarlo todo. Tal vez había llegado al límite. Supongo que todos lo tenemos.