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Es curioso cómo el universo se alinea en ocasiones para que seas infeliz. Tal vez esta afirmación resulte un poco tajante, pero de lo que no hay duda es que hay ciertos elementos invisibles que se conjugan en momentos específicos para recordarte lo infeliz que eres. O puede que sólo sea culpa mía. Sí, seguro que es eso. Mis manías. Mi obsesión por que todo tenga un equilibrio. Aquella mañana había tenido de todo menos equilibrio. La había cagado bastante en el trabajo por temas que no mencionaré porque no vienen al caso y Juan, mi superior, que es un tocapelotas de cuidado, se encargó de ratificar que mi error había sido uno sobresaliente (como si los errores pudieran ser calificados con notas de instituto). Sentí que necesitaba fumarme un pitillo y por si alguien lo dudaba, me había acabado la cajetilla antes de la reunión. Bajé al bar, al nuestro, al de siempre, que cariñosamente llamamos ‘el guarro’. Y pasó algo inaudito, más bien me pareció una broma. Se habían llevado la máquina de tabaco para arreglarla porque habían tenido no sé qué problema. Evidentemente maldije con palabras menos educadas al camarero, al dueño y por supuesto a la máquina y decidí ir en busca de otro establecimiento. Esto había empeorado mi mala leche, que ya andaba por niveles curiosos. Caminé por la calle y descubrí que las numerosas cafeterías que tenemos por el barrio no venden tabaco, es más, en ellas no está permitido fumar. Interesante descubrimiento. Al fin, encontré un estanco y pude comprar DOS paquetes (necesitaba aporte extra) de tabaco. A medida que salía de la tienda y arrancaba la cinta dorada con ansia, seguí caminando. Miré al frente y LA vi dirigiéndose hacia mí. Creo que me quedé sin respiración. Y no había escapatoria, me había visto y venía directamente a hablar conmigo. Seguramente mis ojos se abrieran como platos. Menudas pintas ridículas. Me puse tan nervioso que se me cayó la cajetilla al suelo y tardé en reaccionar hasta el punto de que ella se agachó y me la entregó. Sentí un escalofrío cuando su mano rozó la mía. Se puso de pie, yo la seguí y nos quedamos mirándonos el uno al otro unos segundos. Evidentemente no pude salirme de mi cuerpo y verme a mí mismo, pero sé que la miré como cuando estábamos juntos. Puede que fuera una mezcla de ternura, atracción y un nuevo y añadido desánimo. Ella me dedicó una sonrisa agradable pero fría, de ésas que utilizaba cuando se encontraba con un compañero del trabajo o hablaba con un camarero. Me miró como si fuera un desconocido. Eso dolió. Seguía tan bonita como siempre, puede que más. Eso sí, tenía el pelo distinto. Y el gesto más reposado, aliviado. No sabría muy bien cómo explicarlo. Me habría encantado que mantuviéramos una conversación larga, aunque fuera absurda (siempre son absurdas), sin embargo, se limitó a decir que no había dejado los malos hábitos y que le alegraba verme. Y se marchó. Yo no hice mucho más que soltar monosílabos. Fue un auténtico gilipollas. Pero me quedé sin palabras. Fue entonces cuando me di cuenta de que no la había olvidado. Y probablemente nunca lo haría.
1 comentarios:
Vaya pasada de historia!! Hacia tiempo que no entraba por aqui pero me he quedado gratamente sorprendida.
Un besote
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