Remedio para la soledad VII

Como cada domingo se había programado el despertador a las diez, pero había remoloneado en la cama hasta las once. Como cada domingo, se había puesto lo primero que había encontrado sobre la silla, se había aseado un poco y había bajado a la cafetería de la esquina. Le gustaba ésa especialmente porque tenía grandes ventanales a los lados y podía mirar la calle mientras desayunaba. Sobre todo ahora que empezaba a hacer buen tiempo. Como cada domingo. Pero éste era diferente. Faltaba ella.
Normalmente no tenían que decir nada, se encontraban allí a la misma hora de siempre (si ella no había dormido con él la noche anterior), sin embargo, aquella mañana él sabía que no aparecería. Al menos, eso era lo que él le había pedido. Pero ya no estaba tan seguro de desearlo. Tal vez se hubiese precipitado en su decisión. O tal vez no. No sabía muy bien qué pensar.
La camarera apareció con su desayuno, no hacía faltar pedirlo, un café solo y un sándwich. Sintió la mirada inquisitiva de la joven, buscando a Laura, como si no entendiera que pudiera estar allí sin ella. Abrió un cuaderno de notas, se colocó las gafas y fingió escribir. Mientras clavaba el bolígrafo en la hoja, comenzó a pensar, a intentar recordar sus palabras la noche anterior.
Se habían encontrado en el café de siempre, ése de la calle Pez. Laura había aparecido preciosa, con uno de sus vestidos, y con su gesto de fingida despreocupación. Era fingida, lo sabía, lo había notado un poco parco por teléfono. Y últimamente en realidad. No se anduvo con rodeos. Le explicó que la quería, pero que no se sentía como se suponía que tenía que sentirse, que estaba raro en general con todo, incluso con el trabajo. Y que necesitaba dejar de verla durante un tiempo. Se sentía asfixiado. Le había dicho que era posible que fuese cuestión de tiempo, pero que entendía que no pudiera esperarlo. De lo que estaba seguro era de que no podía seguir con las discusiones y las peleas.
Ella había arrugado el gesto, se había mordido el labio de rabia y casi sin decir palabra, se había marchado. Era muy orgullosa, sabía que no lloraría delante de él. Sólo fue capaz de decir que no entendía nada, que no entendía cómo dos años podían terminarse así. De pronto. Él hizo el amago de hablar, pero no le dejó, simplemente desapareció. Él intentó ir tras ella, pero corrió e ignoró sus llamadas en la oscuridad.
Aquél no podía ser el final. Estaba convencido.
En ese preciso instante, mientras daba un bocado a su sándwich, se dio cuenta de que la echaba de menos. Añoraba su energía el despertar y sus conversaciones absurdas recién levantada. Suspiró. Notó algo en el bolsillo. Era su teléfono móvil y estaba vibrando. Era Laura. Pero no, no era el momento para hablar.

2 comentarios:

RJ11 dijo...

Ya... Siempre te entran las dudas, y piensas que en realidad no se acaba ahí. Pero por mucho de menos que lo eches, al final llega una de éstas en las que sí se acaba. Y nunca vuelve a ser ni la sombra de lo que fue. Parece que te has inspirado en la historia de alguien que yo me sé... O al menos has logrado que me sienta plenamente identificada. No podrías decribir el vacío tan grande, la soledad y la culpa que te asola cuando le dices a alguien que te sientes asfixiado y lo dejas, pero en realidad sientes que lo echas de menos... y que todo lo malo que ocurre es culpa tuya. Ay. Ya dejo las nostalgia. Me ha gustado la entrada :D

Justo dijo...

Estoy enganchado a tu remedio para la soledad y me alegro muchísimo de que cada vez tengas más seguidores.