La noche es oscura, tan oscura como cabía esperar. Evitaré mirar por la ventana por si lo que me espera fuera es más de lo que pueda soportar. A veces me pregunto si no es más que una ilusión o un sueño. Tal vez no sea más que un juego que el destino cruel ha decidido poner en nuestras manos. La vida. Tantas definiciones absurdas que le sientan como un guante al fin y al cabo. Últimamente divago demasiado. Busco respuestas para preguntas que aún no me he formulado. Cada vez con más frecuencia tengo la sensación de que me encuentro en un punto muerto, que espero que algo ocurra, que una luz me ilumine, no sé, que “algo” pase. Algo que me haga despertar de este sueño tan monótono, algo que me inspire, algo que pueda recordar con facilidad. Observo a los demás y los compadezco porque están perdidos, porque se engañan a sí mismos en muchos casos, dándose oportunidades que no merecen la pena o trazando planes que nunca llegarán a concluir. Los compadezco, siento lástima por ellos, pero ¿no debería ser yo aquélla de la que sintieran lástima? ¿Acaso no estoy yo más perdida que ellos? Pues si ellos están igualmente perdidos, existe un elemento que nos diferencia claramente y es la aceptación del hecho en sí. Soy un ser cómico, en ocasiones creo que simplemente debería esconderme, agazaparme bajo el edredón y esperar a que el sueño eterno viniese a por mí. Todo sería más fácil y la compasión cesaría de una vez por todas.

Una noche

Ella le observaba con curiosidad y en un silencio tan absoluto que parecía estudiarlo más que observarlo. Aunque apoyaba parte de su cuerpo en la cama, el resto estaba en suspenso y arriesgó el equilibrio de su postura para acercarse un poco más a él. Aún estaba dormido. Acarició la punta de su nariz con los dedos y luego su boca. Esbozó una media sonrisa, con timidez, con temor a ser descubierta. Él ni se inmutó, parecía estar sumido en un sueño profundo. No quiso despertarlo, estaba tan tranquilo, tan sosegado. Ella intuía que aquél sería, con toda probabilidad, uno de los pocos momentos en los que de verdad tuviera esa paz. Durante todo aquel tiempo, se había fijado en él, en la distancia, como si no existiera y había percibido una sombra en su gesto, un detalle que anulaba su dicha. Tras esa noche, lo había entendido. Él no se lo había explicado con palabras, a decir verdad, casi no había podido pronunciarlas, su estado de embriaguez había sido importante. Pero su actitud había hablado por sí sola. Había bebido con desesperación, como si no le quedara nada por lo que luchar en la vida. Al mirarlo, la noche anterior, le había recordado a sí misma algunos años atrás. Se había reconocido en él, por eso, no pudo resistirse a abrazarlo. Ella volvió a acercarse a él y esta vez le dio un beso en los labios. Dejó caer su cabeza sobre él y respiró profundamente. Probablemente no volvieran a compartir aquel momento de intimidad nunca más. Aquella noche había surgido como surgen las burlas, los sueños, sin ninguna clase de sentido. Decidió no pensar. Normalmente aquél era su problema, que pensaba demasiado. Lo abrazó e intentó volver a dormirse.

En ocasiones se proponía ser fuerte, más que proponérselo, se convencía de que lo era, pero sólo conseguía creerse la mentira un par de días, tres a lo sumo. Siempre llegaba a ella una imagen de su tan-bien-organizada-vida que derrumbaba el castillo de naipes que había construido. No entendía por qué todo tenía que ser tan difícil, se suponía que los días llegaban a ella, transcurrían y no resultaban una auténtica lucha. Tal vez el problema radicara en que había dejado de creer en sí misma. Durante años había mantenido la pose que, estaba segura, todos deseaban contemplar de ella. Puede que a ella no le convenciera después de todo. Sus pensamientos permanecieron en silencio. Dejó la mente en blanco, procuró concentrarse en la canción de los Beatles que sonaba en su ordenador. A lo mejor encontraría la respuesta ahí… Sí, era una auténtica estupidez. Al menos era bonita. Le transmitía tranquilidad y sosiego. ¿Quién sabe? Tal vez lo mejor fuera dejar de pensar durante unos minutos. O simplemente dejar de pensar.

Ha pasado el tiempo y nada ha cambiado. Las preguntas, la incertidumbre, los balbuceos siguen siendo los mismos, tal vez hayan cambiado las palabras, pero no los conceptos. El manto que le cubre es idéntico, así como el negro de su cielo permanece oscuro. La nebulosa no ha modificado demasiado su tonalidad. Él ha movido los hilos, no ha cesado en su empeño, sin embargo, su celo ha sido en vano, ha sido falso, pues se ha limitado a girar las figuras. No ha ido hacia delante, ni hacia atrás. Simplemente ha dibujado un castillo en el aire una y otra vez, de modo que nunca ha terminado por erigirse. Él ya lo sabía, pero no había sido capaz de admitirlo. No es más que un fraude. Una imagen que proporciona más a la imaginación que al verdadero deleite. Demasiadas expectativas en un frasco que se ha vuelto tremendamente pequeño. Y ya va llegando el momento, él lo sabe, aunque le cuesta admitirlo. Va llegando el momento de hacerse responsable de sus propias fantasías, éstas han venido a rendir cuentas. La puerta se ha abierto en el muro y sólo será capaz de saber qué hay al otro lado, si de verdad tiene algo que ofrecer, si se arriesga y la cruza. Es un cobarde y le da miedo. Le aterra descubrir que sus temores no sean infundados, y que no haya mucho más en él de lo que piensa. ¿Qué haría si se diera esa situación? No podría soportarlo. O sí. Sabe que no hay más que una manera de averiguarlo.

“¿Qué sentido tiene todo esto?” dijo para sí mientras contemplaba el salón abarrotado. Personas y personas que no conocía, con las que probablemente no intercambiaría más que un par de palabras (y eso con suerte), risas y voces estruendosas que no harían más que deseara marcharse, puntos y puntos en el espacio que tan sólo le recordarían lo solo que estaba. Y el espectáculo más lamentable posible, su hermana intentando presentarle a alguna “soltera en condiciones”, como ella solía decir. Odiaba esas conversaciones absurdas que se tienen con mujeres que los demás pretenden que lleves a tu cama, ¿se supone que debes hacerles un test para saber si serán aptas? Resultaba simplemente lamentable, sobretodo, porque nunca daba la talla. La situación le resultaba tan violenta que se ponía a temblar y decía cosas como “una vez de pequeño llené las paredes del baño con mi propia mierda, fue mi primera perfomance”. Aún en el umbral, recapacitó si de verdad deseaba estar allí. Todavía podía marcharse sin que los demás se percataran de su presencia, probablemente no lo harían aunque decidiese entrar. ¡Qué triste! Se había convertido en el ser más triste que conocía. Invisible y desgraciado. Y lo peor de todo era absoluta asimilación de aquello y su autocompasión. Detestaba sentir lástima de sí mismo, pero era inevitable. Cada mañana se levantaba al oír el despertador, pero le daba igual. Realmente no le importaba ir a trabajar o quedarse en la cama, nada le movía a plantearse esa estúpida pregunta. Tal vez hacía ya tiempo sí, hubo algo y alguien. Sí, pero hacía tanto tiempo que no se acordaba. No podía recordar… o tal vez no quería.

Los retazos de una manta

Se había agazapado tras una gruesa manta de recuerdos. Una gruesa manta que ella misma había tejido con paciencia, cariño y dedicación. Al principio no había sido más que un pasatiempo, un modo ocioso de pasar las tardes de lluvia, sin embargo, con el transcurso del tiempo, tejerla se había convertido en una obsesión, en su único motor, tal vez lo único que mereciese la pena. Aquella manta se había convertido en el elemento más real de su vida, el único que parecía hacerle verdadera compañía y abrazarla por las noches cuando se sentía sola. En ella contemplaba pequeños fragmentos, imágenes de una vida que nunca más volvería, retazos de alegrías, retazos de entrega, retazos de mar y retazos de ella misma.
Durante el frío invierno, la manta había sido de gran ayuda, sin embargo, un día llegó la primavera y con ella, la pregunta inevitable pero informulable al mismo tiempo, ¿sería capaz de deshacerse de aquella manta, al fin y al cabo, todo lo que tenía?

Pienso en ti mucho últimamente. Me tumbo sobre el tálamo, mi mejilla acaricia las sábanas y repaso lentamente el modo en que tus dedos tocaban mi cara. Respiro hondamente y me pregunto si tú también piensas en mí y si es así, qué es exactamente lo que se te pasa por la cabeza. Creo que nunca he llegado a entenderte del todo. Ahora me doy cuenta de ello. Eras un fragmento de una imagen creada en mi mente, brochazos de una sensibilidad inexistente, retazos de unos recuerdos que tallé para ti. En realidad no eras más que un espectro que se paseaba ante mis narices, sobrevolaba mis meditaciones, mis corrientes y llevaba la sábana adecuada para cada ocasión. ¿La sábana o la armadura?

"Después de moder la vida como una manzana ácida
O de ser feliz jugando con ella como un pez,

Después de sentir con los dedos que el cielo es azul,
¿Qué nos queda ya por esperar?

No el crepúsculo de los dioses sino un amanecer preciso
de sucios ladrillos grises y vendedores de periódicos gritando guerra"
de Louis Macniece "Aubade"
"Sólo empezamos a vivir cuando concebimos la vida como Tragedia..."
W. B. Yeats

Todo de lo que dispongo es una burbuja. La mantengo entre mis dedos, con la palma de la mano bien abierta, con temor a romperla. Es frágil y transparente. Pequeña y grande a la vez. Su brillo fulgura en mis ojos y me gustaría como ser como ella. Todo sería más fácil. No habría nada que hacer, todo estaría decidido. Tengo la tentación de cerrar mis dedos y descubrir cuánto cede mi esfera. En el fondo, deseo con todas mis fuerzas que la burbuja sea fuerte, demuestre que no es una simple pompa de jabón, que no sólo es bonita y resplandeciente.

Abrió la puerta del apartamento y sintió el frío de la soledad. Y el silencio. No sabía cuánto tiempo había estado fuera, parecía que hubiesen pasado siglos. Tal vez. Lo cierto es que no recordaba la fecha en que dejara atrás su casa, su infancia, sus recuerdos. Éstos volvieron de pronto como una ráfaga de viento helada e inesperada. Se abrazó fuertemente a sí misma. Respiró hondo y casi sintió ganas de llorar. De pronto se dio cuenta de qué significaba volver y no estaba segura de estar preparada para asumirlo. Las circunstancias habían la habían obligado, claro, su madre estaba enferma y ella tenía la obligación de acudir a verla. Pero eso no implicaba que le apeteciera estar allí y tener que ser la hija que había sido antes. Se apoyó en la pared del apartamento, junto a la puerta y dejó caer su cuerpo lentamente. Suspiró. Ya nada parecía cobrar sentido. Había evitado tantos años aquella precisa situación… Sabía que se verían, ella le daría los dos besos de rigor, le dedicaría una sonrisa veloz y amable y fingiría que su vida era aquella con la que había soñado siempre, aquella por la que había abandonado aquel lugar y a él. Le preguntaría cómo iba todo y cerraría el puño con fuerza, sin que nadie se percatara cuando él hablase de su nueva familia o de sus proyectos. No tenía más remedio que continuar con su vida, era lo que se esperaba de ella, aunque ella hubiera dejado claro en el pasado que de ella, no cabía esperar nada.

Empezaba a estar aburrido de tantos miedos y tantos obstáculos. Se vio a sí mismo, de pronto, absurdo y patético. Qué sentido tenía cuestionárselo todo, meditarlo, programar cada paso mentalmente. Con tanta introspección, con tanta reflexión había terminado por olvidarse de lo más importante: vivir. Y vivir no significaba huir, hacer la maleta y correr a protagonizar aventuras, enamorarse de una prostituta o conocer a personajes peculiares, dignos de una novela más que de la realidad. Vivir era simplemente eso, vivir. Enfrentarse a su imagen en el espejo cada mañana, aceptar a los individuos que le rodeaban cada día, intentar disfrutar los pequeños detalles que conformaban su tan poco apreciada existencia.

Giró el pomo y cerró la puerta de la habitación. Se quedó solo en su pequeño mundo. Rodeado de escasos muebles, multitud de libros e inmensos recuerdos. Algunos habían tenido lugar allí mismo, otros habían sido resultado de su imaginación. Su imaginación volaba. Siempre le había llevado lejos, tan lejos como había deseado. Al cerrar la puerta, había dejado atrás los ruidos que llegaban del salón. Detestaba aquellas escandaleras, la televisión a todo volumen, el griterío de esas personas que compartían su hogar y se suponía que eran su familia. Se suponía que lo eran, pero en realidad no eran más que unos extraños que tenían el mismo apellido que él y la misma dirección postal. Suspiró, una vez en su cuarto, no tenía nada que temer. O puede que tuviese que temerlo todo. Agarró su cuaderno, se acurrucó en un rinconcito y se dispuso a escribir. Había comenzado a narrar un relato sobre un chico de veinte años, que vivía en una pequeña ciudad y que lo dejaba todo para vivir la vida que siempre había soñado. No era la primera vez que escribía una historia así. De hecho, siempre era la misma. Tal vez cambiaban los personajes, los paisajes o los destinos, pero al fin y al cabo, siempre hablaba de sí mismo y de su infelicidad. Odiaba su vida, la odiaba desde que tenía uso de razón. Y se odiaba a sí mismo porque era consciente de que nunca tendría el valor ni las agallas para marcharse. Lo curioso era que nada le ataba realmente, nada que le importara, pero no podía. Simplemente no podía hacerlo.

Entre vías 02

Aquélla era una noche como otra cualquiera. Había llegado del trabajo, había preparado la cena, la había colocado rápidamente en el comedor y todos se habían reunido en torno a ella. La cena era su momento favorito del día porque sentía que podía descansar, que podía sentarse sin preocuparse de que la hora se viniera encima y porque era la única ocasión a lo largo del día en que se reunían los cinco. Ella, Antonio y uno de sus hijos trabajaban; los otros dos, se pasaban la tarde en la facultad. En silencio, se dedicaba a contemplar la escena y se sentía feliz, sentía un inmenso gozo por dentro, difícil de describir. Era lo que había deseado desde niña, crear una familia a la que cuidar, a la que proteger. Sonreía sin decir nada, porque no hacía falta. Pero aquella noche no se sentía tan dichosa. Aquella noche observaba callada cómo sus hijos y su marido comían la cena que ella misma había preparado con indiferencia, con distancia, como si ella no estuviese allí. Había tenido un día duro en la oficina, eso era todo.

Terminaron de cenar y todos los miembros de la familia corrieron a sentarse en el sofá a ver cierto programa en la televisión. Ella se dedicó a recoger los platos y lavarlos mientras tanto. En otra ocasión, le habría molestado que nadie se ofreciese a ayudarla, pero aquella noche, le dio igual.

Marchó al salón y en el quicio de la puerta sintió el alboroto y el ruido de las voces de los cuatro. No oyó palabras, tan sólo el estruendo de las voces unidas. Miró el reloj. Las manecillas marcaban las doces y cuarenta de la madrugada. Miró a su alrededor buscando una excusa con la que salir. Abrió la puerta de la entrada y se dispuso a marcharse cuando escuchó a Antonio.

- ¿Marisol, adónde vas?
- Voy a sacar la basura, empieza a oler mal.

Agarró las dos bolsas de basura del cubo y salió sin decir más.

Dejó las bolsas en el contenedor y se quedó quieta en el silencio de la noche. Sacó de su bolsillo una cajetilla de tabaco y se encendió un cigarrillo. Se disponía a inhalar cuando una joven apareció corriendo y chocó contra ella. El cigarrillo cayó al suelo, Marisol le lanzó una mirada de irritación, pero la joven ni siquiera se giró. La observó durante un minuto, con su paso apresurado, como huyendo de un monstruo. Se preguntó que la movería a correr así, de quién se estaría escondiendo, por qué. Al menos aquella joven sabía qué le atemorizaba, ella no. Se había levantado con la sensación de que algo no marchaba bien, había intentado ignorarlo, pues tal vez así desapareciera, pero no había servido de mucho. Seguía sintiendo ese vacío dentro de sí y probablemente no fuera a desaparecer. Sacó otro cigarrillo y se dispuso a fumar. Aunque ya no le apetecía, le daba igual, como todo lo demás.

Entre vías

Sabía que no era un buen momento para él, pero sin pensarlo dos veces, tocó el timbre. No lo hizo tímidamente, ella nunca hacía nada de manera modesta, alargó el brazo con fuerza y, con decisión pulsó el artefacto.

Hubo una pausa, que ella sintió eterna, lanzó un alargado suspiro, y entonces oyó respuesta. La voz de él sonó ronca y cansada, como si acabara de despertar de un profundo sueño.

- ¿Sí?
- Soy yo, Laura.- Intentó parecer casual, alegre e indiferente.- Estaba por la zona y he pensado que estaría bien venir a saludarte.- Agachó la cabeza como si él pudiera verla a través del telefonillo, esperando a que él dijese alguna palabra.- ¿Puedo subir?

Otra pausa. Carraspeo y tos.

- Sí, claro. Sube.

Abrió el pesado portal, encendió la luz y comenzó a subir los peldaños de aquella escalera que había subido tantas veces. Lo hizo muy despacio, con cuidado, pues una oleada de recuerdos comenzó a inundar su cabeza a medida que avanzaba. Besos apasionados contra la barandilla, algún tropiezo por la madera, un vecino inoportuno…

Por fin llegó al segundo piso, él esperaba en el umbral de la puerta con una mano apoyada en el pomo. Estaba algo despeinado, llevaba la camisa entreabierta y unos vaqueros viejos. Su gesto se mostraba entre molesto y cansado.

- Hola.- Ella hizo el ademán de acercarse a darle un beso.
- Hola.- Él se apartó bruscamente.- ¿Qué haces aquí? Son las doce y media, es un poco tarde, ¿no crees?
- Bueno, sé que trabajas a estas horas y pensé que te alegraría verme.- Miró a otro lado como si sintiera vergüenza de su siguiente frase.- Siempre te ha alegrado verme.
- Sí, pero ahora estoy trabajando. Estoy un poco ocupado.
- ¿Me haces subir para decirme que me vaya?- Se sintió ofendida.
- Anda, pasa.

Caminó hacia el interior del apartamento y se percató de que ya no sabía qué le había movido hasta allí. En casa, mientras pensaba exactamente en cómo iba a producirse su encuentro, todo parecía tener sentido. Las palabras habían surgido espontáneamente en su cabeza, como el guión de una buena película, sin embargo, en ese preciso momento, se sentía ridícula y no se le ocurría qué decir. En el fondo, esperaba y deseaba que fuera él quien la liberase de su angustia y dijese lo que esperaba oír.

Sin más indicaciones, se sentó en el sofá en el que la había poseído tantas veces. Se le hizo un nudo mayor. Él se sentó a su lado y la miró a los ojos, como esperando encontrar una respuesta. Entonces le cogió la mano con suavidad y se la acarició, intentando proporcionarle consuelo.

- Laura, ahora dime, ¿por qué has venido?
Lo miró fijamente. Era el momento, aquél era el momento preciso para soltarle todo aquello que había diseñado su mente, su discurso, sus ideas, sus preguntas. Movió los labios tímidamente, por primera vez en mucho tiempo, y se quedó paralizada. Cuando, por fin, ella sintió fuerzas suficientes para expulsar todo lo que le reconcomía, él se le adelantó.

- Laura, creo que los dos lo sabemos. Ya hablamos de esto. Al menos, lo hice yo, y creo que dejé bastante claro que estas visitas nocturnas ya no tenían sentido.


Le dirigió una mirada de incredulidad y asintió.

- Sí, tienes razón, venir ha sido una tontería. Perdona por molestarte mientras trabajas.

Y prácticamente sin mirar atrás, se levantó con brusquedad, con la misma brusquedad con la que se dirigió a la puerta y la cruzó. No quiso echar una última mirada, simplemente comenzó a correr.

Se sentó frente al ordenador, su mejor amigo, su mayor enemigo. Se dejó cegar por la luz blanca de la pantalla e intentó buscar dentro de sí misma. Una palabra, una imagen, algún recuerdo. Algo. Cualquier cosa que le inspirase. Había dejado de lado escribir hacía mucho tiempo y sabía que había llegado el momento de volver a intentarlo. Era el momento. O ahora o nunca. Había surgido aquella oportunidad y no podía desperdiciarla. No lo entendía, nada se le venía a la mente. ¡Si sólo tenía que escribir sobre sí misma! ¡Cómo era posible que estuviera tan parca de ideas! Mantuvo su mirada fija durante unos instantes y decidió que no se daría por vencida. Había perdido muchas batallas, demasiadas, pero en aquella ocasión, no se dejaría vencer.

Era tan ridícula. Su comportamiento había sido completamente ridículo e irracional. Deseaba poder hacer desaparecer todo aquello. Deseaba poder desaparecer ella misma.

Se miró al espejo y no se reconoció a sí misma. Al otro lado del reflejo encontró una masa deforme, sin color ni brillo. Volvió a mirar, esta vez atentamente, y percibió el miedo, la tristeza y la falta de ganas de simplemente vivir. Ya no entendía nada. Sólo sabía que aquella mujer que veía no era ella. Ella jamás había sido así. Se había transformado en un ser repulsivo. De pronto se le vinieron a la mente recuerdos que había tratado de ocultar demasiado tiempo. Los recuerdos comenzaron a aniquilarla poco a poco. Eran esas imágenes las que habían ido invadiendo sus sentimientos hasta convertirla en un ser gris. Dudó si luchar contra esos manchas asesinas. No tenía ningún sentido luchar contra eso. La batalla ya había sido ganada.

Allí, en el umbral de la puerta contempló el salón lleno de gente. Se habían congregado allí todos sus amigos, conocidos, compañeros del día a día. Suspiró profundamente ante la perspectiva de volver junto a ellos. Agarró con fuerza el vaso que sostenía y trató de sostenerse a sí misma aún más fuerte. Ensayó su acostumbrada sonrisa para sí y se dispuso a marchar hacia la compañía. Cuando dio el primer paso en esa dirección se percató de algo. Le llegó como un zumbido, como un relámpago, como algo insólito y potente. No quería estar allí. Lo último que deseaba era volver a fingir que estaba bien, que estaba contenta, relatar con una sonrisa inexistente sus últimos logros y cómo había alcanzado ese equilibrio que todos buscan en la vida. En definitiva, estaba cansada de mentir e inventarse a sí misma y una vida ficticia. Las palabras que salían de sus labios ya no tenían sentido más que para ella misma, no tenía ninguna intención de dar las explicaciones pertinentes. Ya estaba harta. Había llegado el momento de olvidarse de las burbujas de humo que la rodeaban. Simplemente daría la vuelta, saldría por la puerta, buscaría un hueco entre dos coches y se sentaría a mirar nubes en el cielo.

Me inunda el peor de los cansancios y la mayor de las frustraciones. No sé qué es verdaderamente peor. El primero es físico y palpable, no obstante, la segunda está dentro de mí y a veces me oprime. Siempre tuve claro en qué consistía ser yo misma, pero ahora me contemplo detenidamente y no puedo encontrar una correspondencia real entre aquella que fui y ésa que soy hoy. No sé si el tiempo me hizo cambiar o simplemente nunca fui como verdaderamente pensaba. Todas esas pequeñas ideas son en realidad minúsculas y carecen de sentido en cualquier lugar que no sea mi cabeza. Puede que simplemente me esté volviendo loca. El borde del precipicio cada vez parece estar más cerca y ser más abismal. Si caigo por ahí no tendré tiempo a recapacitar, sólo observaré cuán larga será la caída y prestaré atención por si oigo el sonido de los pájaros. Éste siempre me acompañó, ¿por qué no debería entonces estar en ese preciso instante?

No paraba de repetir "Dios mío, no me abandones. Dios mío, no me dejes aquí sola". Lo hacía con las palmas de las manos unidas, a modo de rezo, a modo de cántico, con los ojos enjugados en lágrimas de emoción. Lo sentía muy dentro de sí, muy intenso, con una gran fuerza. "Dios mío, no me abandones" eran las únicas palabras que salían de sus labios. Cayó al suelo y olvidó dónde se encontraba, olvidó el momento preciso e incluso se olvidó de su propia existencia. Tan sólo conocía unas palabras, tan sólo era consciente de "Dios mío, no me abandones. Dios mío, no me dejes aquí sola".

Ya era hora. Ya empezaba a ser el momento de que aceptara la realidad y dejara de soñar despierta, que dejara de vivir en aquel mundo que ella se había creado para evitar pensar. Él no la quería. Al menos como ella necesitaba que la quisiera. Así que hizo de tripas corazón y agarró la pequeña estaca que se le había clavado en el corazón con las dos manos, muy fuertemente, y la sacó. Comenzó a perder un poco de sangre, pequeñas gotas, pero sabía que era cuestión de tiempo que dejara de sangrar.

Había disfrutado enormemente la lectura de aquel cuento de Andersen, pero de pronto lo entendió todo. Se le había metido el cristalito de hielo. Se le había colado dentro y ahora amenazaba con crecer. Había intentado ignorar su presencia, fingir que no existía, incluso admitir su derrota e invitarlo a salir, pero todo esto se le resistía. El cristal, transparente y cortante, permanecía dentro y comenzaba a crecer. Sentía como se expandía dentro de su pecho, por todo su torso, dejándole casi sin respiración. Ojalá pudiera llorar y expulsarlo, sin embargo, algo tan simple siempre ahora parecía una auténtica proeza. Estaba desesperada. Necesitaba arrojarlo fuera. Un escalofrío le recorrió la espalda y se quedó quieta, mirando al vacío, como esperando algo a punto de ocurrir.

Contuvo la respiración durante un segundo y contempló la visión. Era la ciudad. Con sus edificios magestuosos, el tráfico, la gente. Observó detenidamente. En realidad no tenía nada que ver con todo aquello, pero al mismo tiempo, aquello lo era todo. Aquel lugar frío y desconocido se había convertido en su hogar. Se sentía arropada entre las multitudes, sentía que nada importaba, podía ser ella misma. Su vida no sería igual desde aquel preciso instante, siempre sentiría que un pedazo de ella permanecería allí, inmóvil, perenne.

Sus miradas se habían encontrado en medio de la oscuridad, el ruido y la desesperación de lo desconocido. No sabía muy bien qué le decían esos ojos, tan sólo que debía seguirlos porque le aventuraban la mayor alegría que hubiera experimentada jamás. Y eso hizo. Agarró su mano al tendérsela. Y se dejó llevar. De eso había pasado un mes. Intentaba recordar cómo había comenzado todo aquello y no sabía darse una respuesta lógica. Sin embargo, tampoco le importaba. Por primera vez en mucho tiempo sólo se preocupaba del momento presente y de cada pequeña nueva sensación que le llegaba a través de las puntas de los dedos. Empezaban en un leve cosquilleo y se iban transformando en una sacudida por todo su cuerpo. No sabía darle nombre, eso tampoco le molestaba. Simplemente se sentía a gusto, llena de energía, consumada.