Una noche

Ella le observaba con curiosidad y en un silencio tan absoluto que parecía estudiarlo más que observarlo. Aunque apoyaba parte de su cuerpo en la cama, el resto estaba en suspenso y arriesgó el equilibrio de su postura para acercarse un poco más a él. Aún estaba dormido. Acarició la punta de su nariz con los dedos y luego su boca. Esbozó una media sonrisa, con timidez, con temor a ser descubierta. Él ni se inmutó, parecía estar sumido en un sueño profundo. No quiso despertarlo, estaba tan tranquilo, tan sosegado. Ella intuía que aquél sería, con toda probabilidad, uno de los pocos momentos en los que de verdad tuviera esa paz. Durante todo aquel tiempo, se había fijado en él, en la distancia, como si no existiera y había percibido una sombra en su gesto, un detalle que anulaba su dicha. Tras esa noche, lo había entendido. Él no se lo había explicado con palabras, a decir verdad, casi no había podido pronunciarlas, su estado de embriaguez había sido importante. Pero su actitud había hablado por sí sola. Había bebido con desesperación, como si no le quedara nada por lo que luchar en la vida. Al mirarlo, la noche anterior, le había recordado a sí misma algunos años atrás. Se había reconocido en él, por eso, no pudo resistirse a abrazarlo. Ella volvió a acercarse a él y esta vez le dio un beso en los labios. Dejó caer su cabeza sobre él y respiró profundamente. Probablemente no volvieran a compartir aquel momento de intimidad nunca más. Aquella noche había surgido como surgen las burlas, los sueños, sin ninguna clase de sentido. Decidió no pensar. Normalmente aquél era su problema, que pensaba demasiado. Lo abrazó e intentó volver a dormirse.

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