¿Por qué será que el frío nos remite a la soledad? ¿Tal vez porque las calles se quedan desiertas y oscuras y sólo oímos nuestros pasos en el pavimento? ¿Tal vez porque el fresco de la medianoche invita a nuestras manos a buscar a tientas las mantas? ¿O quizás porque el mejor remedio ante el frío es otro cuerpo que caldee nuestros vacíos? El invierno es triste, frío y solitario. Ojalá llegue ya la primavera.

Un regalo

Había llegado pronto a la estación y decidió sentarse a esperar. Giró la cabeza y divisó un asiento libre a lo lejos. Ya acomodada, dirigió su mirada a uno de los numerosos relojes que adornaban el lugar. Cincuenta y ocho minutos que tenía por delante. Sí que se había dado prisa. De pronto, comenzó a impacientarse, como si estuviera a punto de emprender una ardua prueba. Había mucha gente a su alrededor, moviéndose como si tratara de una estampida. Se le antojaba que fueran animales en lugar de personas, embrutecidas, salvajes. Un escalofrío recorrió su espalda. Se sintió desprotegida y se abrazó a sí misma. Qué absurdos resultaban sus pensamientos, casi tanto como las frases mecanizadas que sonaban a través del altavoz. Todo era extraño. Todo era gris. Y comenzó a llorar. Primero con timidez y acto seguido, desconsolodamente. Olvidó por un momento dónde se encontraba y se dejó llevar por el llanto y por los sentimientos que inspiraban su huida. Dejarlo todo atrás era duro. Más difícil de lo que hubiese podido imaginar mientras depositara su vida en una maleta. No había reflexionado cómo se sentiría en el momento crucial. Tan sólo había actuado como se suponía que debía hacerlo una persona como ella. En aquel nubarrón de impresiones, una presencia la sacó de su ensimismamiento. Alguien la miraba fijamente desde lo lejos. Ella se sintió algo incómoda, pero la sensación comenzó a incrementar cuando notó que se encaminaba directamente hacia ella. INtentó disimular, fingir que no se percataba de sus pasos, no obstante, era prácticamente imposible. El individuo continuó con su marcha hacia ella y aprovechando que en ese instante, el asiento junto a ella quedaba disponible, se situó a su lado. Ella no le quitó la mirada de encima y con los ojos como platos trató de decir algo. Él alargó su dedo hasta los labios de ella para evitar que produjera sonido alguno. Ella se apaciguó y observó con atención cómo él sacaba de su bolsillo un objeto. Agarró su mano lentamente y depositó sobre ella el objeto en cuestión. Era una esfera de cobre, pero por su peso parecía ser el contenedor de alguna otra cosa. Se disponía a abrirla cuando el desconocido dijo: 'Aún no... pero cuando lo abras, volverás a ser feliz'. Y con esas simples palabras, se marchó dejándola atrás. Ella no sabía qué decir ni qué pensar. ¿Tal vez se trataba de una broma? ¿Debería hacerle caso y esperar para abrir el inesperado trasto? ¿O debería tirarlo, al fin y al cabo aquél no era más que un desconocido? No sabía por qué optaría finalmente, pero decidió guardarlo hasta llegar al tren.

Las preocupaciones de ella parecieron desvanecerse durante los cincuenta minutos restantes, tiempo que tuvo que esperar hasta entrar en el tren. Estaba demasiado sorprendida. Deseaba una explicación.

A las diez en punto se halló en su asiento del tren y la máquina comenzó a galopar. Supo que había llegado el momento, que tenía que abrir aquel extraño regalo. Agarró con delicadeza el presente, lo estudió durante unos instantes, presionó un botón en el medio y todo el cachivache se abrió. De él salió una luz inmensa que iluminó la cara de ella. Su desconcierto fue a mayor cuando una imagen se escurrió del mismo y no pudo hacer más que sonreír, henchida de felicidad.

En la oficina

Una tarde más la oficina ofrecía la sinfonía de siempre. El tamborilear del teclado, los pasos contundentes de los tacones, la impresión lenta y congestionada de la fotocopiadora... Cada tarde la misma historia. Junto a ella, su café solo (para no dormirse, le resultaba más difícil a medida que transcurría el tiempo) y su repetido y sonoro suspiro. No importaba que mostrara su hastío, nadie parecía darse cuenta. Cada compañero de la oficina vivía en su propia órbita de facturas y montañas de papeles que revisar. A veces no podía evitar marcharse de su cubículo, pero no físicamente, tan sólo transportaba su mente e imaginaba que viajara por el mundo, protagonizase aventuras o simplemente que fuese capaz de dejar su puesto de verdad. Tal vez algún día lo consiguiese, por lo pronto, le bastaría con soñarlo.

Sofía

En el silencio de la habitación la observa. Para ella, Sofía es todo un enigma. Es carácter, es histrionismo, es talento (ésta es la primera palabra que suelen relacionar con ella), en el fondo, es todo lo que ella desearía ser. Su voz queda, sus inseguridades, su falta de amor propio suponen una inmensa distancia entre las dos. Y su admiración. Y su odio hacia ella. Cuando se conocieron, creyó que podrían ser amigas, integrarla en su mundo de lo imaginario, pero no fue así y la hizo sentir pequeña e insignificante. Desde entonces, la odia y nunca defiende sus opiniones o sus nuevos trabajos. Simplemente se dedica a desprestigiarla, a bajarla del pedestal en que todos la han colocado. Ahora, Sofía ha bajado la guardia y sin saberlo, es observada y descubierta en plena fragilidad. Sofía llora desconsoladamente. Ella daría lo que fuera por conocer los motivos que la están hundiendo lentamente. Pero prefiere mantenerse alejada, tan sólo mirar y disfrutar un pequeño triunfo. En realidad no es triunfo, ni siquiera una satisfacción, es tan sólo el placer de descubrir que Sofía es humana y podrá seguir bajándola de su pedestal.

Una 'heroína' entre las calles

Últimamente mi vida se desarrolla entre libros y pierdo la conciencia de mi vida. De pronto, me olvido de mi nombre y me transformo en una heroína de Jane Austin o Charles Dickens. Y camino por Cea Bermúdez, entre kioskos aún en la oscuridad y creo encontrarme en pleno Londres o tal vez en la campiña inglesa. Me imagino aventuras absurdas y un poco ridículas, como mi actitud y yo misma, supongo, y me siento bien. Resulta bastante cómico pensar que todos formamos parte de una trama de misterio o romance. El camino a pie se vuelve más entretenido. Observo las caras de los madrugadores viandantes, que como yo, se dirigen a su lugar de trabajo o de estudio, y me río al darme cuenta de que nunca imaginarían las locuras que se me pasan por la cabeza.

En un bar

Estuvimos en un bar bajo el humo y la oscuridad. Yo olvidé quien era o cómo me sentía, simplemente me despojé de los disfraces usuales y sonreí y te miré. Sentí algo. Tal vez fue la cerveza, tal vez fue la soledad que suelo llevar a modo de abrigo. Pero me vi reflejada en tus ojos. Y me gustó.

El día siguiente

El día comienza a clarear y se atisban los primeros fragmentos de sol. La cortina está echada y sólo los intuye. En el interior del hogar, existe un universo mayor que el que pueda encontrar fuera. Sillas descolocadas, mesas inundadas de copas y restos en general de lo que fue una pequeña reunión de amigos. Se encuentra en el sofá, lleva un par de horas en su postura cadavérica. Mira, pero no observa a su alrededor. Parece que cada pequeño objeto la apunta directamente. No puede moverse. Vuelve en sí un instante. No le apetece recoger, aunque sabe que tendrá que hacerlo antes o después. Simplemente respira profundamente tratando de volver a sentirse a sí misma en el lugar en el que se tumbó hace un rato. Objetos, restos, suciedad. Eso es todo lo que le queda. Los días que siguen a las fiestas siempre son así. Deprimentes para los anfitriones. Si al menos él hubiera aparecido... Y ahora es domingo y no tiene nadie con quien compartirlo. Consigo misma, piensa con un sonrisa sarcástica en su boca. Siempre es así.

Remedio para la soledad XV

Las primeras veces no se le daban bien. Esos primeros momentos de intimidad, de abrirse a alguien sin ningún motivo aparente más que descubrir si existía algún tipo de conexión, de sentimiento de unión especial le resultaban abrumadores. Por lo general, se limitaba a escuchar con una sonrisa amable todo lo que el otro necesitara decir hasta que de verdad su intervención en la conversación brotara espontáneamente. A veces esto tomaba días, en otras ocasiones, nunca ocurría. Con Pablo resultó muy sencillo y muy rápido al mismo tiempo. Él era tan fascinante y tan sensible que sintió que podía confiar en él. Y a pesar de todo, sabía que no se había equivocado.

Sin embargo, aquella tarde, Laura no se limitó a escuchar, ni siquiera introdujo más monosílabos que de costumbre sino que fue ella quien se abrió ante el otro. Había notado cómo algo dentro de sí explotaba y supo que tenía que compartirlo con él, Carlos.

Habían ido a almorzar a un pequeño restaurante oriental cercano a General Yagüe. Había sido idea de Carlos. Resultó ser el típico local apartado y agradable con hilo musical.

Laura habló de su trabajo, de las decisiones importantes, de sus años de instituto, de su familia, no mencionó a Pablo.

Carlos la observaba sorprendido y extasiado. Era consciente de que una puerta se abría ante él. El umbral que dividía la mujer que había idealizado y aquélla que era en realidad. Por primera vez en mucho tiempo, su fantasía adoptaba dimensiones. Y en verdad, con sus imperfecciones, prefería a la real.

Un mundo de luces

Luces rojas, azules, verdes. Ruido, música. Cuerpos sudorosos y brazos y caderas que se mueven al ritmo de una base descompasada. Alcohol, mucho alcohol. La pérdida del sentido absoluto. Y del control. Jóvenes y algunos no tan jóvenes, reducidos al rito más primario. Todos huelen a sexo. Él observa atentamente desde uno de los palcos del recinto. Muestra una ensayada media sonrisa mientras sujeta con delicadeza su copa. Es whisky, por supuesto, es todo un hombre. Un hombre no bebería menos. Mira y busca. Busca y no encuentra. Se siente superior a toda esa vorágine que se arremolina a su alrededor. Cree que su ropa, que sus estudios, que su actitud lo diferencian de los demás. Pero no es así. Él es tan triste y tan patético si cabe como los demás. Se presta al juego, es más, forma parte de él. Efectúa su rol. Se hace el interesante, finge ser quien ha de ser para conseguir su objetivo. Si la noche funciona, probablemente lo obtenga. Y mantenga esa sonrisita estúpida y prepotente. Y el juego continuará, y con él, su ignorancia. Pero así es la fauna, también aquélla encerrada en un mundo de luces y música. Siempre existirá un depredador.

Una fotografía

Frente a mí, una fotografía. Hay un paisaje y tres individuos que fingen naturalidad. No logran engañar a nadie pues su pose es más bien rígida y artificiosa. Me preguntó si el que tomó la foto pensó en lo ridículos que resultaban. ¿Y ellos? ¿En qué estarían pensando? ¿O qué harían allí, precisamente? Se distingue tras ellos el mar inundado de bañistas y alguna, aunque éstas son más bien escasas, sombrilla. Probablemente era un día muy caluroso y nadie deseaba permanecer al sol. Tan sólo estos tres individuos. Encontré la imagen esta mañana, mientras revolvía el armario de trastos viejos de casa de mi madre. Y de pronto, mi padre y mi madre se me antojaron como unos desconocidos (al tercero verdaderamente no lo he visto nunca). Es más, ahora los observo y no logro reconocer a esa mujer de mantel verde entre cazuelas de barro ni a ese señor de gorro de paja y camiseta de tirantes anchos. Tal vez sea cuestión de tiempo. Madurar y envejecer lo cambia todo. Nos distancia toda una vida. Yo y mis dos hermanos. Y supongo que muchos días solitarios, animosos, diferentes. Elementos que no conocí y que puede que nunca llegue a conocer, como esta fotografía que ha llegado a mí por curiosidad. Yo no tengo hijos y no me planteo tenerlos, al menos por el momento, pero es posible que en cierta ocasión, ellos miren mi foto, una de mi presente, de éste, y no sepan quién soy. Tal vez sólo encuentren a una mujer desconocida, una mujer muchos años antes de convertirse en su madre.

Dolor y humo

No sabía muy bien qué estaba pasando a su alrededor. Tan sólo era consciente del dolor que sentía en las piernas y del humo del cigarrillo que estaba fumando. El resto no existía. Estaba sola frente a la nada. El tiempo había pasado. O más bien, había pactado consigo misma no pensar, olvidarse de reflexiones abstractas y dolorosas que no harían más que sumirla en la tristeza. Había encontrado nuevos amigos y un buen puesto de trabajo. No tenía motivos por lo que pensar en él. Volver a él en cuerpo o en alma. Agarró el cigarrillo e inhaló con fuerza sobrehumana, como si se tratara de lo último que pudiera hacer en su vida. El tabaco era el último reducto de su vida anterior. Evitaba caer, pero cada vez lo que hacía se sentía bien. Y volvía a recordar. De pronto, notó lágrimas aflorando en sus ojos. Fumaría, sí, fumaría. No quedaba mucho más que hacer.

Un hombre

Una vez conocí a un hombre. Cada día acudía al mismo banco de cierto parque a no observar. En nuestros primeros encuentros (si es que puedon llamarlos así, pues él no era consciente de que participábamos ambos) no me percaté. Creí que miraba el paisaje, a las personas que corrían, paseaban, hacían vida en aquel parque en definitiva. Pero no. Simplemente mantenía la mirada al frente. Pensé que era un hombre orgulloso, incapaz de agachar la cabeza ante nada. Nunca lo imaginé un individuo atormentado, su aspecto no indicaba nada parecido. Los días transcurrían y no tuve más remedio que sentarme junto a él en el banco. Necesitaba entender qué hacía allí cada día o al menos, intentar ver algo en él. Pasaron días hasta que se dignó a decir hola. Tuve que ganarme el derecho de estar allí junto a él. Por lo tanto, también tuve que obtener con méritos el honor de su conversación. Honestamente, no podría decir que llegamos a mantener ningún diálogo real, sin embargo, los fragmentos de ellos me permitieron llegar más allá de lo que nunca habría pensado. Sus ojos verdes no mostraban mucho más que frialdad, pero sus palabras estaban cargadas de sentido. Aquel hombre no era ni orgulloso, ni fuerte, no era más que alguien que había decidido dejar pasar el tiempo y olvidarse de la vida que había anhelado y que nunca llegaría. Aquel hombre no cesaba de utilizar frases en futuro y, aunque no se encontraba en una edad avanzada, ambos sabíamos que jamás abandonaría aquel banco. Es más, podría arrastrar a cualquiera a su inactividad y a su dejadez ante la vida, como había hecho conmigo, que aventurarse a ser uno de sus sujetos no observados. Conocí a este hombre y sentí pena, rabia y desdicha pues no deseaba volver a tenerlo cerca de mí nunca más.

Un gran muro se levanta lentamente frente a mí. Hago el amago de pararlo, de frenar la formación de sus celdas, pero no es cierto. Quiero que me aislen. Necesito el muro. Ojalá pudieran entenderlo, ojalá pudiera gritar tras él y expresar qué estoy sintiendo, pero no están preparados. No lo comprenderían.

Una imagen

Se dieron un beso y se juraron amor eterno.

No recordaba qué edad deberían de tener cuando se hicieron aquel juramento eterno. Tal vez quince años. No eran más que unos críos. Aún así, recordaba aquella imagen con cariño. Cada vez que se le venía a la mente no podía evitar sonreír. Era su pequeño secreto. Por supuesto, jamás podría contarle algo así a Pedro. Él no entendía esa clase de cosas. Él era un hombre de hechos pero no de promesas ni de romanticismo. En realidad, aquella declaración de principios de la que él presumía no era más que una excusa, ella lo sabía, para no tener que esforzarse. Para que ella no esperara nada. Y nunca lo había esperado. Hasta ahora.

Un recuerdo

La muerte lo cambia todo. Parece que estamos preparados para que un día, sin aviso, llegue el final. Pero es mentira. En el fondo tenemos la esperanza y el temor de que ese día no llegue hasta que seamos viejos o al menos, hayamos cumplido gran parte de los planes trazados. Yo no me di cuenta de esto hasta que cierta tarde en plena conversación insulsa con mi madre, comentó como si se tratara de otro dato más que Sergio Hiniesta había muerto. Al parecer, había ocurrido en un trágico e inesperado (sólo tenía veintiocho años, los mismos que yo, de hecho) accidente de tráfico. Supongo que mi madre nunca imaginó qué impacto causarían sus palabras en mí. Sergio y yo habíamos sido compañeros de clase durante tres cursos, pero no habríamos intercambiado más de tres frases seguidas nunca. Sin embargo, él nunca fue un chico de clase más. Había sido El Chico por excelencia. Era guapo, encantador, inteligente y tenía un gran porvenir. Todas lo admirábamos en secreto y no tan en secreto. Sin embargo, sabíamos que no había nada que hacer. Sergio había tenido una novia inseparable todos esos años, de la que no se separaría hasta un año antes de su muerte. Incluso habiéndome marchado y perdido su pista, nunca dejé de pensar en él. Es más, siempre albergué la esperanza de que con el paso de los años yo volvería de Salamanca, donde había ido a parar, nos reencontraríamos, descubriría la persona tan increíble en la que me había convertido y nos enamoraríamos. Como en la película Sabrina (sí, lo sé, yo no soy ninguna Audrey Hepburn). Pero no. Eso ya nunca sucedería. Su fin le había puesto final a mis fantasías y había abierto un abismo en mi futuro. Sin prácticamente darme cuenta. No tuve tiempo de ir al velatorio, sí al funeral. No derramé una sola lágrima, sin embargo, no pude comer en una semana. Fue como si mi cuerpo guardase su propio luto. Entre los familiares y amigos íntimos, me sentí una auténtica extraña. Pero tenía que estar allí. Despedirme de verdad. Ojalá me hubiera atrevido a decirle algo más de esas tres frases en vida. Aunque, quién sabe, tal vez si hubiésemos hablado, él no se hubiese convertido en aquella imagen inalterable, quizás no hubiera cambiado mi vida.

Alone again

Había dejado a sus amigos en plena sesión de cañas en un bar del centro. Con la cada vez más socorrida excusa del cansancio, se despidió de ellos más pronto de lo esperado y marchó hacia casa. Sus acompañantes no dijeron nada, no les sorprendió, no les molestó, en definitiva, les dio igual. Agarró malhumorado los auriculares de su ipod, esperando al menos distraer su paseo de quince minutos de duración con un poco de música, pero le fastidió descubrir que se había quedado sin batería. ¡Estupendo! Dijo apretando los dientes. De pronto, sin previo aviso, comenzó a oír en su cabeza la canción ‘Alone again’. Solo de nuevo. Solo de nuevo. Su mente parecía querer decirle algo. Mientras caminaba por las escasamente iluminadas calles en dirección a su casa, no divisó a nadie a lo lejos. Tan sólo a una especie de joven (aunque no podría jurarlo) que daba vueltas alrededor de sí misma. Pensó en si alguna vez había ejecutado esa maniobra afectado por el alcohol. No lo recordaba, así que probablemente no. Cuando pasó junto a un contenedor de basura, se imaginó que un desconocido saltaba de él para asustarlo justo en el instante en que se encontraba a su lado (había visto en un programa de la tele, de esos de bromas, cómo personas se escondían en los susodichos cubos y estremecían a gente aleatoria). Pero no ocurrió nada. Solo de nuevo. Alone again. Toda la velada había deseado gritar o pegar a alguno de sus amigos. No entendía muy bien por qué, no se consideraba un individuo violento, pero esa precisa noche los había odiado a cada uno de ellos, cada pequeña decisión tomada, incluso los refrescos consumidos le habían parecido abominables. Por eso se había marchado pronto. Ése era el motivo de que se hubiese inventado una excusa sin motivo. Estaba seguro de que ellos lo habían captado, pero no le afectaba lo más mínimo. Le resultaba indiferente que pensaran de él, de sus acciones y de sus opiniones. Aquella noche, alrededor de las mesas altas en las que habían cenado, los había odiado. Se había sentido solo. En las últimas ocasiones en que habían coincidido, había empezado a atisbar que su necesidad de estar con ellos se había debido más al deseo de paliar su sensación de soledad y hastío que de real aprecio. Y en esas últimas ocasiones, también había observado que aquel remedio ya no atenuaba su carencia, más bien, la fortalecía. Sus pasos no habían aminorado la marcha, ahora comenzaban a hacerlo. Se preguntó cómo sería introducirse en un contenedor de basura, desaparecerían las tristezas al estar rodeado de residuos más débiles que él mismo. Evidentemente no lo hizo. Aquél era su problema: sabía que no tenía buenos amigos con los que contar, que inventaba retazos de su vida para parecer más interesante, que se sentía solo y que no haría nada para remediarlo.

Tenía los ojos hinchados de llorar en la oscuridad. El llanto había cesado, ahora se encontraba en ese instante de adaptación al silencio, ése en que se mira al vacío y se espera algo que haga reaccionar. Respiró hondo. Colocó los labios hacia dentro para sentirlos y siguió escuchando el silencio.

Dos mundos

Abrió la puerta y la encontró tumbada en el sofá, con los pies hacia arriba y mirando al vacío. Estaba preciosa, inmersa en sus pensamientos, en un mundo tan lejano que él sabía que nunca podría alcanzar. No le importaba, era consciente de que necesitaba ese espacio, ese terreno inexplorado e inexplorable. Él se conformaba tan sólo con contemplarla desde un rincón imperceptible. Permaneció unos segundos en el umbral de la puerta, a la espera de que ella regresara al salón. Viendo que su presencia era aún desconocida, pasó al dormitorio, se puso cómodo y pasó a la cocina a preparar la cena.

¿Rosa? ¿Morado? No, no, celeste, seguro que era celeste. ¿Cómo era posible que no lograra recordarlo? Había pasado toda la tarde dándole vueltas y había sido incapaz de llegar a una conclusión. No podía estar pasando, era una persona con una memoria excelente, especialmente para detalles como aquél. ¿Era rosa en un tono claro? ¿O tal vez azul con estampados? Había ocurrido de la manera más inexplicable. Había estado viendo la televisión (sí, lo sabía, en lugar de eso debería haber estado trabajando en los dibujos) cuando encontró una vieja película que solía ver con su madre de pequeña. Y de pronto, lo recordó. Un vestido de cuello largo, que odiaba porque le recordaba a un babero. Su madre se lo ponía en las ocasiones especiales. Y ella lo odiaba. Sentía un fuerte impulso de hacerlo trizas cada vez que su madre la obligaba a llevarlo. ¿De qué color era? Algo que había sido tan importante… ¿Podía haber desaparecido de su memoria realmente? Hasta que un día se hizo con las tijeras de la caja de costura y lo cortó. Lo hizo pedazos a decir verdad. No lo entendía. Necesitaba acordarse, era muy importante. Sabía que si permitía que ese recuerdo se marchara, su memoria comenzaría a luchar contra ella. Algo no iba bien. Pero lo recordaría. No importaba cuánto esfuerzo o tiempo costara.

Entonces me di cuenta

Es curioso cómo el universo se alinea en ocasiones para que seas infeliz. Tal vez esta afirmación resulte un poco tajante, pero de lo que no hay duda es que hay ciertos elementos invisibles que se conjugan en momentos específicos para recordarte lo infeliz que eres. O puede que sólo sea culpa mía. Sí, seguro que es eso. Mis manías. Mi obsesión por que todo tenga un equilibrio. Aquella mañana había tenido de todo menos equilibrio. La había cagado bastante en el trabajo por temas que no mencionaré porque no vienen al caso y Juan, mi superior, que es un tocapelotas de cuidado, se encargó de ratificar que mi error había sido uno sobresaliente (como si los errores pudieran ser calificados con notas de instituto). Sentí que necesitaba fumarme un pitillo y por si alguien lo dudaba, me había acabado la cajetilla antes de la reunión. Bajé al bar, al nuestro, al de siempre, que cariñosamente llamamos ‘el guarro’. Y pasó algo inaudito, más bien me pareció una broma. Se habían llevado la máquina de tabaco para arreglarla porque habían tenido no sé qué problema. Evidentemente maldije con palabras menos educadas al camarero, al dueño y por supuesto a la máquina y decidí ir en busca de otro establecimiento. Esto había empeorado mi mala leche, que ya andaba por niveles curiosos. Caminé por la calle y descubrí que las numerosas cafeterías que tenemos por el barrio no venden tabaco, es más, en ellas no está permitido fumar. Interesante descubrimiento. Al fin, encontré un estanco y pude comprar DOS paquetes (necesitaba aporte extra) de tabaco. A medida que salía de la tienda y arrancaba la cinta dorada con ansia, seguí caminando. Miré al frente y LA vi dirigiéndose hacia mí. Creo que me quedé sin respiración. Y no había escapatoria, me había visto y venía directamente a hablar conmigo. Seguramente mis ojos se abrieran como platos. Menudas pintas ridículas. Me puse tan nervioso que se me cayó la cajetilla al suelo y tardé en reaccionar hasta el punto de que ella se agachó y me la entregó. Sentí un escalofrío cuando su mano rozó la mía. Se puso de pie, yo la seguí y nos quedamos mirándonos el uno al otro unos segundos. Evidentemente no pude salirme de mi cuerpo y verme a mí mismo, pero sé que la miré como cuando estábamos juntos. Puede que fuera una mezcla de ternura, atracción y un nuevo y añadido desánimo. Ella me dedicó una sonrisa agradable pero fría, de ésas que utilizaba cuando se encontraba con un compañero del trabajo o hablaba con un camarero. Me miró como si fuera un desconocido. Eso dolió. Seguía tan bonita como siempre, puede que más. Eso sí, tenía el pelo distinto. Y el gesto más reposado, aliviado. No sabría muy bien cómo explicarlo. Me habría encantado que mantuviéramos una conversación larga, aunque fuera absurda (siempre son absurdas), sin embargo, se limitó a decir que no había dejado los malos hábitos y que le alegraba verme. Y se marchó. Yo no hice mucho más que soltar monosílabos. Fue un auténtico gilipollas. Pero me quedé sin palabras. Fue entonces cuando me di cuenta de que no la había olvidado. Y probablemente nunca lo haría.

El viaje que comenzó en la bañera II

Despertó sobresaltada. Le temblaba la mandíbula y el resto del cuerpo. ¿Había sido un sueño? Aún tumbada, sin consciencia de dónde se encontraba, sintió que el suelo se clavaba en su piel. Se abrazó temerosa y se percató de que estaba mojada. De hecho, estaba totalmente empapada. Se incorporó aún más asustada. Se palpó con cuidado para cerciorarse de que no estaba imaginándolo. Sí, la humedad inundaba su cuerpo, su ropa, su cabello, pero ahora estaba en tierra firme. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Sintió cómo comenzaba a marearse y decidió sentarse. Con lentitud, posó sus manos en el suelo y posteriormente, sus piernas. ¿Significaba eso que todo había ocurrido? ¿Significaba eso que se había evaporado de su bañera a alta mar y de alta mar a…? ¿Dónde se encontraba? Miró a su alrededor buscando respuestas. Bajo su trasero, no había más que hierba verde brillante (por eso había sentido que le pinchaba). Menudo sueño. Menuda pesadilla. No sabía qué estaba pasando, de lo único que estaba segura es que quería regresar a casa. Volvió la cabeza y atrás, a lo lejos, divisó un pequeño refugio. ¡No podía creerlo! ¡Era su cabaña imaginaria! Aquel lugar ficticio al que recurría cuando el estrés la desequilibraba. Se levantó como hipnotizada, atraída por ese espacio, y corrió para tocarlo. El cansancio y el nerviosismo desaparecieron, o los olvidó, en ese instante, sólo existió el deseo de llegar a aquella casa. Alargó las piernas y corrió. Corrió y corrió.
A tan sólo un metro de distancia, se detuvo. Como si una fuerza invisible la separase del edificio. Con los ojos como platos, observó las piedras que componían la cabaña. Las ventanas. Incluso la puerta. Todo era exacto a cómo lo había imaginado. ¿Se hallaba dentro de un recóndito hueco de su pensamiento?
Llegada a ese punto, trazar una explicación resultaba absurdo. Lo único que se le ocurría en aquella tesitura era dejarse llevar.
Alargó el brazo para tocar la piedra de la casa y a punto de hacerlo, sintió una voz que le lanzaba un alarido. Giró la cabeza. Era otra mujer. Y se quedó paralizada.

El viaje que comenzó en un libro

Su mejilla reposaba sobre la cama. El resto de su cuerpo descansaba en posición fetal. Había perdido la noción del tiempo. Llevaba así minutos, horas, ¿tal vez días? De pronto todo había perdido sentido, como cuando se mantiene la mirada fija en un punto y los colores de los objetos bailan y se transforman. Levantó levemente la cabeza y buscó con la mirada el Libro. La estantería, el escritorio, el armario… no estaba por ninguna parte. O puede que sí. Alargó los brazos, los apoyó en el suelo y estiró con la cabeza con fuerza. Miró entonces bajo la cama. Prácticamente no llegaba ninguna luz allí, le resultó difícil acostumbrarse. Sí, allí estaba. Se dejó caer en el suelo como un insecto y se lanzó sobre la cubierta del objeto. Lo atrajo hacia sí como si se tratara de su propio primogénito. Llegados a ese punto, pocas cosas le importaban tanto como aquel libro. Acarició las tapas con delicadeza. Eran gruesas, estaban gastadas y las habían decorado con un tipo falso de lentejuelas. Parecía una imitación barata de un libro de brujería, el mismo que aparecería en una película de los años ochenta para adolescentes. Se lo pensó durante unos instantes, aún tumbada en el suelo. Últimamente había recurrido a ello muy a menudo. No estaba segura de que fuera una buena idea. Pero lo necesitaba. Dudó. Sí, lo necesitaba. Al fin y al cabo, para eso lo tenía, ¿no? Tomó aire y dejó de pensar. Cerró los ojos y abrió el libro. Lo hizo instintivamente, con avidez y temor al mismo tiempo. Sin pensar demasiado. Y sintió cómo se deslizaba por el libro.

El viaje que comenzó en la bañera

Había sido un día de mierda. Literalmente. Y eso que odiaba las palabras malsonantes. Y el ruido, las manías infernales, los malos gestos, el desorden, tener que sonreír ante anécdotas que carecían de toda gracia, asentir ante comentarios absurdos... Y de pronto parecía que aquel día había sido un compendio de todo eso. Abrió la puerta del apartamento con cierto decaimiento, dio un portazo (cosa que también le desagradaba, al fin y al cabo implicaba dos elementos de la lista) y se desnudó. Sin meditar demasiado, se dirigió al lavabo y giró el grifo de agua caliente. Agarró el bote de gel, lo apretó con fuerza y dejó caer lo que quedaba de él en la bañera. Cuando estuvo medio llena, se introdujo en ella y cerró los ojos. Aquello resultaba muy agradable. Su cuerpo parecía empezar a alcanzar el equilibrio que tanto anhelaba. Se acomodó un poco más y comenzó a ver en su cabeza un campo verde, con margaritas y una casilla al fondo. Era su 'lugar seguro', el lugar al que acudía cuando estaba saturada del estrés y de su vida en general. Ya que la ciudad podía ser tan estresante y parecía estar tan lejos de todo, al menos podía viajar con la imaginación a donde ella deseara. Suspiró. Y pasó algo extraño, sintió cómo su cuerpo se inclinaba. La bañera parecía erguirse como un trampolín. Su cuerpo se deslizó y se hundió por completo. En el momento más inesperado, se descubrió flotando rodeada de humedad. Agua, agua y más agua. ¡Pero era salada! ¡Estaba en pleno mar! La respiración empezó a faltarle e intentó salir a la superficie. Aquello no podía estar pasando, no podía haber desaparecido de su bañera como de la nada. Hizo fuerzas con sus brazos, y consiguió llegar con dificultad a alguna parte. Alzó la cabeza y su nariz sintió el oxígeno. Cogió aire y se impulsó hacia arriba. Miró hacia arriba y sólo vio el azul de un cielo claro e inmenso. Procurando flotar en aquella repentina masa de agua miró al horizonte y no pudo ver más que el mar infinito. Sus ojos se abrieron como platos. ¡Estaba en medio del mar! Y perdió la conciencia.

El vuelo

Estaba tumbado en la cama, con gesto de hastío, rodeado de libros que no le interesaban lo más mínimo. Se preguntó si la vida siempre sería así: dedicarse a trabajar sobre cosas que no le motivaran, que tan sólo le produjeran infelicidad y desdicha. Incluso cansancio de sí mismo. No, eso sí que no lo haría. No iba a compadecerse de sí mismo. Aunque tampoco iba a esperar un tiempo mejor lleno de fantasías y sueños por cumplir. Qué absurdo. De pronto nada parecía tener sentido. Probablemente aquellos pensamientos no fueran más que el resultado del aburrimiento y saturación que aquellos manuales le habían provocado. Cerró el cuaderno que tenía en sus manos y apartó el resto de sí. Se colocó de cuclillas y miró por la ventana. Hacía un buen día. Sacó la cabeza y oyó a niños jugar escandalosamente. No estaría mal ser un niño otra vez. O un pájaro. Ésos sí que tenían libertad. Contempló una bandada de aves que sobrevolaban la calle en ese preciso momento. Y se le ocurrió algo. Algo insólito y bastante arriesgado. Volar. Se puso de pie sobre su cama, abrió bien las ventanas y apoyó la pierna en el alféizar. Resultaría difícil, pero por qué no intentarlo. Sacó la cabeza del todo y miró hacia abajo. Era un tercer piso, podría tomar impulso. Tomó aire, llenó sus pulmones, abrió los brazos y se lanzó. Durante unos segundos, sintió que volaba y durante esos segundos, sonrió. Hacía tanto que no sonreía que lo había olvidado. Todo sucedió muy deprisa, pero mereció la pena. Eso creyó él. Al menos la vida ya no sería así.

De lunes a viernes

Miró el reloj, ¡eran las ocho! ¿Cómo era posible que hubiese perdido la conciencia del tiempo? Había estado a punto de perdérselo. Atravesó el salón con sigilo, para no despertar a aquel ser arrugado y despepitado al que llamaban “abuela”, deslizó la puerta corredera y salió al balcón. El escenario era el mismo de cada día, una ancha calle, muchos coches y seres más parecidos a hormigas que a personas. La música de fondo tampoco variaba, la unión de bocinas descompasadas. Colocó las manos en la barandilla y apoyó los carrillos en ellas. Y esperó. Solía llegar sobre las ocho y diez, aunque a veces se retrasaba. Nunca llegaba antes. Y esperó un poco más. Cuando pasaban doce minutos de las ocho, la vio aparecer. ¡Sí, allí estaba! Como cada tarde, de lunes a viernes, cruzando la calle con su paso cadencioso. Tendía a dejar caer la cabeza hacia un lado y a tener la mirada perdida, hundida en mundos en los que él jamás podría imaginar. Las mejillas rosadas, el cabello castaño, una sonrisa incipiente. A él le bastaba con poder mirar aquellos atributos preciosos para ser feliz.

Edificios

Mientras caminaba entre los edificios de la Castellana se sintió pequeña, muy pequeña. Sus pasos, de pronto, se transformaron en los de una hormiga, y sus pensamientos parecieron desaparecer, vaciarse. Observó a los que caminaban en la dirección contraria, los que esperaban en las entradas, los que veían el fútbol en los bares. Mirar no implicaba abstraerse, sólo mirar. Agarró bien su bolso y deseó lanzar por los aires todos los objetos inútiles que en él guardaban y que parecían pesar una vida. Se imaginó girando sobre sí misma y lanzando el asa por los aires. Cualquier imagen resultaba más divertida que la realidad. Aminoró el paso, se estaba acercando demasiado a su destino. Aún no deseaba llegar a casa. Se sentó en un banco, bajo un árbol y bajo el tono pardo del cielo. Tal vez no regresara. Se quedaría allí. Qué tontería, ¿verdad?

Cerró los ojos y desapareció. Consiguió lo que tanto había anhelado.

En la habitación

Una mañana, como cualquier otra, se había despertado, abierto la ventana, observado cómo el día iniciaba y mirado a su alrededor. A pesar de que aquel gesto era habitual en ella cada mañana, un ritual para dar comienzo al día, en aquella ocasión algo había sido diferente. No sabía exactamente qué, no obstante, su escenario había cambiado. O tal vez hubiese sido su mirada, que como un tamiz no era capaz de soportar la imagen común. Se dio la vuelta y contempló su alrededor. Su apartamento, sus muebles, su marido durmiendo, su hija, su rutina, su vida. Ya no estaba tan segura de que le gustaran todas estas cosas. Sin meditarlo demasiado, se dirigió a la habitación que usaban como despacho, sacó todos los muebles de de ella salvo una silla, corrió las cortinas, bajó las persianas, eliminó toda la posible luz y echó el cerrojo. Agachó la cabeza y se olvidó de la vida. Sólo deseaba meditar y averiguar en qué había fallado. Lamentarse al fin y al cabo. Pasaron horas, días y semanas. Nada de lo que su marido o su hija dijeran serviría para conmoverla o convencerla. A las semanas le siguieron los meses… y los años. Perdieron toda esperanza de volver a verla. La habían perdido para siempre. Ella perdió la conciencia de ella misma, acabó fundiéndose con la oscuridad, con la no existencia. Pasaron cinco años, y de pronto ella se preguntó por qué se había escondido en aquella habitación en primer lugar, pues ya no lo recordaba. Abrió la puerta con lentitud, casi no tenía fuerzas. Caminó despacio, cubriéndose los ojos, la luz le resultaba violentamente cegadora tras años evitándola. Descubrió un cristal a su lado, notó su reflejo y se echó una mirada veloz y con temor. Aquel ser no podía ser ella. Se asemejaba más a un fantasma que a lo que creía recordar de sí misma. Lo buscó a él, la buscó a ella. Se extrañó. Sus muebles, su marido, su hija, su rutina, su vida. Todo había desaparecido.

Remedio para la soledad XIV

Había vuelto a casa pronto. Desde que no bajaba a tomar algo con ella tras el trabajo, regresaba a casa bastante temprano. Lanzó la bolsa sobre el sofá y fue a la cocina. Abrió la alacena instintivamente y la miró. No sabía exactamente qué estaba buscando, pero debía de haber algo. Dejó su mirada fija en el blanco del mueble y sintió cómo se mareaba. Suspiró sintiéndose estúpido y agarró una bolsa de té. Llenó una taza de agua, la introdujo en el microondas y esperó. “Por tu próximo cumpleaños, te pienso regalar una tetera, para que no te levantes a calentar agua cada dos minutos”. Laura se lo había repetido tantas veces… Pero suponía que aquello ya no sucedería. Pablo agarró la taza ardiendo y se hundió en el sofá.

Recordaba que había empezado a sufrir una especie de insomnio. No era insomnio exactamente porque él sí podía alcanzar el sueño tan pronto tomaba la cama, el problema consistía en que en plena noche despertaba y era incapaz de volver a conciliarlo. Y permanecía allí, como un tonto, frente a ella, sin moverse demasiado por temor a despertarla. Cuántas noches habría pasado así. ¿Cinco? ¿Tal vez seis? Era posible. Lo que sí recordaba con exactitud era la noche que consiguió levantarse del lecho a pesar de que Laura permanecía dormida junto a él. Aquella madrugada, ya hastiado, no le importó que pudiera desvelarse ella también. Sólo pensó en él. Fue al salón, se preparó un té, como esa misma tarde, y reprodujo los movimientos en el sofá. Pensó en todo y en nada. Intentó dotar de sentido a la situación. Y lo hizo. Las dificultades de vigilia no era más que un reflejo de sus carencias y de sus inseguridades. Algo fallaba en él. Algo le faltaba. Necesitaba averiguarlo. Pero no podría hacerlo con Laura a su lado. Lo veía claro. Y con mucho dolor, decidió dejarla, pedirle que dejaran de verse por un tiempo. Aquellos dos años habían sido muy intensos y aunque la quería mucho, a veces tenía la sensación de que ninguno de ellos era verdaderamente quienes habían sido antes de conocerse. Dos noches más tarde, habló con ella, en aquel bar cutre de Tribunal. Le habría gustado hacerlo en otro sitio, que resultara menos tópico al menos, pero las cosas surgieron así. No pudo controlarlo del mismo modo que sus sentimientos lo habían desbordado. Ella reaccionó cómo él había esperado, con cierto orgullo. No le dejó acompañarla a casa, ni siquiera despedirse.

Bebió un sorbo de su té. Ya no estaba tan seguro de que ella no pudiera acompañarlo en su búsqueda. Es más, comenzaba a creer que la necesitaba a su lado para conseguirlo.

Remedio para la soledad XIII

“Hoy no tienes un aspecto repugnante” le había dicho con gran desconcierto Teresa tan pronto la vio aparecer por la oficina. Su respuesta fue un sarcástico “gracias” acompañado de una sonrisa cómplice. Notó en su compañera un intento de enmendar sus palabras, pero no supo decir más que “¿Ha pasado algo que debiera saber?”. Laura miró hacia otro lado con gesto pícaro creando mayor perturbación en Teresa. No podía evitar recordarlo y reírse para sus adentros.

La mañana evidenció aún más su nuevo estado. Dejó de vagar por los pasillos evitando cualquier tipo de compañía y volvió a pisar con fuerza y convicción entre ellos. No parecía el fantasma que había ocupado su puesto durante las últimas dos semanas. No sorteaba los encuentros o miradas. Simplemente estaba allí, con su gesto entre serio, correcto y agradable. Era Laura, la de siempre. Teresa no podía evitar observarla a lo lejos. No daba crédito. Aunque no podía explicar a qué se debía aquel comportamiento, se alegró por su amiga. La propia Laura no terminaba de creerse a sí misma, no había pensado en Pablo, ni en la soledad, ni en la angustia durante toda la mañana. Sólo había estado ella.

A la hora del almuerzo decidió abandonar la oficina para variar y dar un paseo. Hacía un día espléndido.
Mientras caminaba por General Yagüe y torcía a Orense sintió que aquél era un momento sublime. Uno de esos momentos en los que cada pequeño elemento, cada mínima fracción que compone el escenario es perfecto. Incluso ella misma. Si cualquier detalle hubiese sido modificado, el ruido del tráfico, los tonos del firmamento las mujeres con carritos, personas de negocios en traje, el golpe de sus tacones contra el asfalto, no habría sido aquel momento suyo.


Sus pensamientos la obnubilaron un segundo pero miró hacia el frente y una imagen la volvió en sí. Alguien. O nadie. Un ente similar a un espectro que se descomponía a lo lejos para representar muchas figuras distintas. Era Carlos. Aquel hombre con el que había dormido hacía dos semanas. Aquel individuo aleatorio al que había llamado porque necesitaba que la abrazaran. Aquel pseudo desconocido cuyas llamadas había ignorado. Aquel tío al que se suponía que no volvería a ver. Tragó saliva. No pudo evitar mostrar una sorpresa cercana al pánico. Carlos tardó más en descubrirla. Sin embargo, su expresión, estupefacta también, se acercaba más a la jovialidad.

Al hallarse el uno al frente del otro, se pararon sin decir nada y se contemplaron un momento que se hizo eterno. Fue como si toda la actividad a su alrededor se detuviese.

Carlos no supo qué decir. Pensó y sólo se le vino a la cabeza la cancioncilla que rememorara aquella precisa mañana.
- Hola, ¿qué tal… estás?- Dijo al fin.
- Bien.- Ella hizo un amago de sonreír pero bajó la mirada.
- Me alegro. Em, ¿qué haces por aquí?
- Trabajo por aquí cerca.- Contestó sin saber muy bien qué decir.- ¿Y tú?
- Tengo una cita con un cliente por este barrio y voy a aprovechar y comer por aquí mientras tanto.
- ¿Un cliente?
- Sí, soy visitador médico, ¿no te lo había dicho?
- No… - Laura sonrió esta vez, aunque a duras penas. Estaba a punto de despedirse, tenía la fórmula preparada en la cabeza, incluso cómo se marcharía y por donde, pero pensó un instante y cambió de opinión. – Siento no haberte devuelto las llamadas.
- No, no pasa nada- Se apresuró a decir Carlos.- Imagino que has estado liada.
- No exactamente. He estado liada, sí, pero no pensaba llamarte. Es que no era un buen momento para mí.
- Ah… - Él no supo muy bien qué responder a esto.
- Pero si me dejas compensarte, podemos ir a comer juntos. Me disponía a hacer eso precisamente.Bueno… Si de verdad te apetece, por mí, sí. Me parece bien.

Remedio para la soledad XII

Laura se despertó de un sobresalto. Por un momento no reconoció donde se encontraba, miró a su alrededor de manera instintiva. No era más que su salón. Era la tercera noche que dormía en el sofá. Suspiró aliviada. Se tocó la espalda intentando menguar el dolor que le brotaba de la misma, el mueble no era especialmente cómodo. Buscó su reflejo en el cristal de la mesilla. Tenía la mirada apagada y aspecto demacrado en general. Se tocó el pelo, intentando arreglárselo, intentando componerse. Se sonrió a sí misma. Por un instante no pasó nada, sin embargo, ese segundo después, la imagen perdió todo sentido. Se volvió ridícula. La situación comenzaba a volverse absurda. En ese preciso instante había llegado al límite, lo veía con claridad. Decidió acabar con todo aquello, con su autocompasión. No se soportaba más a sí misma.

Se puso en pie, corrió a la habitación, agarró las sábanas y las metió en la lavadora. Quería eliminar todo resto del pasado en ellas, incluso los recuerdos, aunque éstos resultaran más difíciles de borrar. Acto seguido, se metió bajó la ducha, levantó bien la cabeza, suspiró y dejó que el agua caliente borrase cualquier rasguño. Poco a poco sintió cómo el agua iba expulsando los malos pensamientos y temores.

Cogió el primer conjunto que encontró en el armario, esta vez no tenía que estudiar qué ponerse. Simplemente se sentía bien consigo misma. Y se dirigió a la oficina.

Remedio para la soledad XI

La había llamado un par de veces, pero no había contestado. No sabía siquiera por qué se había molestado. Aquella despedida había sido silenciosa, glacial y gris, no habían hecho falta palabras para saber que no volverían a verse. Y a pesar de todo, él había conservado la esperanza, no había olvidado que existía una posibilidad mínima de que ella cambiara de opinión y deseara verlo. O tal vez no le importara.
Carlos cerró la puerta con cuidado, se colocó la gabardina y salió a la calle. Miró el reloj, aún disponía de tiempo, caminaría.
Mientras cruzaba la calle y traspasaba los escaparates, se preguntó qué le diría si por fin ella le devolviera las llamadas. Probablemente optaría por el socorrido “hola, qué tal”. Y de pronto, al caminar y pronunciar aquellas palabras, no pudo evitar recordar cierta canción de Santiago Auserón. La Bola de Cristal. “Hola (Hola)/ Qué tal/ en la bola de cristal/te veo venir/en la bola de cristal/estás junto a mí/en la bola de cristal/veo, veo/un deseo”. Sí, un deseo. Se rio para sus adentros. Que ridículo.
Por qué se engañaba a sí mismo. Por qué los seres humanos eran incapaces de ser honestos consigo mismos. Era verdaderamente penoso. Admitir la realidad, por cruel que fuera, no debería ser tan difícil. No lo había sido hasta ahora, ni siquiera la muerte de su padre, al que estaba tan unido supuso semejante trago. Cómo podía pensar esas cosas, establecer aquellas comparaciones. Todo le resultaba absurdo. Pero no podía evitarlo, tenía un presentimiento. Aunque, según las evidencias, su intuición esta vez le había fallado.

Ella esperaría

Se sonrieron a modo de saludo en la distancia. El lugar estaba abarrotado, pero se vieron. No hizo falta nada más que un pequeño hueco. Allí estaban, de nuevo, repitiendo una historia finalizada hace tanto tiempo. Ella sonrió como si fuera una adolescente y casi sintió vergüenza de sí misma, pudor, pero no pudo evitarlo. ¿Era posible que los sentimientos de antaño despertaran de pronto, sin motivos y sin sentido? Probablemente todo viniera de su deseo de volver a encontrar el amor. A pesar de todo, no se planteó el origen ni el deseo, se limitó a sonreírle, a mostrarle lo encantadora que podía ser, a insinuarle todo lo que mantenía de aquella chiquilla a la que él conoció y todo lo nuevo que había en ella. No le escribiría, no conversaría con él, no obstante, estaba segura de que volvería a saber de él. Al menos, eso ocurriría si era él el que no había cambiado.

Relato de un hombre que sobrevuela la ciudad

El tren se para, salgo de él y mis pies pisan la estación. Una vez en el suelo, comienzan a crecer y se vuelven enormes. De pronto yo parezco una figura deforme, con un cuerpo de tamaño “normal” y unos extremos tan abultados. Lo más extraño de todo es que cuanto mayores se vuelven, menos peso contienen y siento que empiezo a flotar. No es broma, estoy flotando, ¡estoy volando! Me llevo las manos a la cabeza, abandono la cargadísima maleta y pierdo toda conexión con el suelo. Me alejo de la superficie, de la estación. La gente me mira desde abajo con cierta sorpresa, no demasiada (y esto sí que me asombra a mí). Por suerte, no hay viento, la brisa es muy agradable y puedo guiar mi vuelo (más o menos). Las calles pierden sentido, sólo veo esquemas de ellas, los símbolos de lo que alguna vez fueron. Pero de pronto, no significan nada. Aquella esquina donde solía reunirme con los amigos, el banco donde di mi primer beso a aquella chica, el instituto, incluso la iglesia donde nos casamos. No son nada. No es nada. Repentinamente me parece vislumbrar a mi querida esposa, sí, ahí está, con bolsas de la compra, se dirige a casa. Grito su nombre con fuerza, pero no me escucha. Fuerzo mi voz todo lo que me es posible y sigue sin sentir que ando por ahí. Nunca me imaginé en una situación así, sin lugar a dudas no, pero sí creí que si me encontraba en alguna clase de apuro, ella percibiría de algún modo que la necesitaba. Pues no, estaba equivocado. Creo que estoy decepcionado. Tal vez no tenga sentido, como lo que me está pasando, pero no puedo evitarlo. Que yo sobrevuele la ciudad no impide que ella lleve a cabo su rutina. No quiero seguir guiando el viaje. Que el viento decida por mí.

Remedio para la soledad X

Los días habían transcurrido. Lentos, rápidos, con pausas. De manera irregular. Procuraba mantenerse ocupada en el trabajo, paseando, viendo a los amigos cuyas visitas había pospuesto por pereza o por falta de tiempo. Cuando se veían, realmente no los escuchaba, se limitaba a sentarse frente a ellos a asentir, no podía concentrarse más allá. Nunca se imaginó que algo tan externo a ella se pudiera convertir en un elemento intrínseco hasta el punto de dejar de sentir hambre, sed o perder la percepción de la realidad. Se odiaba a sí misma por haberse vuelto tan dependiente, por haber parado su vida así. Ella, que siempre había presumido de ser una mujer autónoma, libre, fría, se había convertido en un ser débil, triste y sin ambición. No podía mirarse al espejo, al menos, no podía mantener la mirada demasiado tiempo pues tan pronto como su figura se volvía familiar, perdía todo sentido.
Eran más de las doce. La televisión no podía ofrecerle ya más entretenimiento, así que decidió irse a dormir. Apagó el aparato con lentitud y suspiró. Como si no tuviera más remedio, se levantó del sofá y acudió al baño. Procuró alargar las actividades de aseo personal todo lo que pudo, el dormitorio de noche se había convertido en un terreno minado. Al fin, cuando ya no existieron más excusas, se dirigió a su habitación y permaneció en el umbral. Cómo era posible que un espacio tan pequeño se hubiese convertido en un lugar tan inmenso en cuestión de una semana. La cama, de pronto, parecía infinita.
Con sigilo, apagó el interruptor y se tumbó en la cama. Las luces de las farolas y los edificios se colaban por la ventana así como el ruido de los coches contra el asfalto. El sonido del reloj despertador martilleaba el silencio. Definitivamente, las noches eran lo peor. Los días podían llenarse con momentos frívolos, pero las noches no, estaban llenas de recuerdos dispuestos a asaltarla. Sintió un muelle clavándosele en el costado. Agarró con fuerza la almohada y se giró. Aquella posición no servía. Ni ésa ni ninguna. No era cuestión de posiciones ni de muelles. Era ella y la certeza de que la cama se había vuelto demasiado grande para una sola persona. Él estaba por todas partes, podía olerlo en las sábanas y verlo en la oscuridad.
No estaba dispuesta a pasar otra noche en vela. Cogió la almohada y se marchó al salón. Colocó la almohada y su cuerpo como pudo en el sofá y espero poder dormir algo. Allí, al menos, estaba a salvo.

Remedio para la soledad IX

Había regresado a casa hacía rato. Se había dado una ducha, había preparado algo de pasta y en aquel instante estaba sentado frente al televisor. No había sido consciente de nada de lo que hacía, su cuerpo se había movido automáticamente. Su cabeza, no obstante, se había mantenido ocupada, pensando en ella. Tras rememorar cada pequeño detalle de la noche, Carlos había comenzado a preguntarse si había resultado tan etérea como creyó en un primer momento. La Laura que había compartido aquella noche no era la que había observado semana tras semana, la que había conocido hacía siete días. La Laura de la llamada intempestiva era frágil y tosca. Apasionada en la cama, pero muy fría. Cariñosa por momentos y lejana a la mañana siguiente. Definitivamente contradictoria. Por todo esto, no sabía muy bien cómo tenía que reaccionar. Tal vez la llamase. O le escribiese un mensaje. No, esto seguro que no, odiaba los mensajes de texto. Decidió seguir no viendo la televisión, esperaría para llamarla.

Laura había dado media vuelta y había caminado sin rumbo fijo. Sin pensar. Por las calles de Madrid. Había llegado a la Plaza de España y se había sentado en un poyo de piedra, junto a la fuente. Había sido un paseo agradable, había sentido el sol en su piel, éste había resultado el sentimiento más real en mucho tiempo. Llevaba casi una hora allí asentada, observando a los transeúntes, oyendo las bocinas de los coches, espiando cómo el agua de la fuente giraba y giraba. Algunas familias, jóvenes, incluso niños correteaban por allí. La postal era de lo más enternecedora, sin embargo, le parecía detestable. Le fascinaba y le enfurecía la felicidad de los que allí se detenían como ella. Habría deseado que todos sintiesen su dolor y llorasen y ella pudiera compadecerlos al menos por eso, porque ella fuese capaz de mantener la compostura. Cómo odiaba los domingos. Eran días de relleno, que la gente dedicaba a hacer actividades absurdas para poder presumir de cuán interesante era su vida al día siguiente en el trabajo. Y ella no tenía cómo rellenar la jornada ni con quien. O puede que sí. Pensó en ir al cine, así al menos, podría ver cierto sufrimiento y no sentirse única y sola en él.

La cafetería se había llenado a estas alturas y leer o intentarlo se había convertido en un imposible. Pero Pablo no quería marcharse. En su interior, algo le decía que debía permanecer allí, en su mesa de siempre, esperándola.

Remedio para la soledad VIII

En el silencio absoluto del piso sólo se oían las voces de los niños provenientes del parque junto al edificio, y su propia respiración. Lenta, muy lenta. El teléfono seguía marcando, sin embargo, Pablo no contestaba. Insistió un poco más… y siguió sin obtener respuesta. Las aletas de la nariz se le hincharon. Desvió su mirada al suelo, de pronto, avergonzada y consciente, apagó el teléfono. Él no pensaba contestar. No sabía si quiera por qué había intentado hablar con él si ya había dejado claro que no quería tener contacto con ella, al menos de momento.
Dejó el teléfono en el suelo, se sentó e intentó respirar serena. Todo había sucedido tan rápido, las imágenes a su alrededor le llegaban como pura confusión. Sus tacones corriendo por las calles, huyendo de una realidad reciente y espantosa, ella sobre aquel desconocido en su cama, Pablo abandonándola en su mesa de siempre en su bar de siempre, los recuerdos de abrazos y besos entre ellos dos, las caricias con aquel tipo que le producían cierto asco en ese instante, los sollozos, la incomprensión, la soledad. Intentó respirar. Necesitaba tranquilidad. Asimilar cualquiera que fuera la situación.
Se mordió el labio y miró a su alrededor. El salón estaba como de costumbre, mismos muebles, misma distribución, mismo nivel de limpieza, sin embargo, parecía otro sitio totalmente distinto. De pronto había cambiado. ¿O había sido ella?
Ojalá fuera una pesadilla. Ojalá pudiera irse a dormir y despertarse con la vida que había tenido hasta la noche anterior. Tenía que ser una broma, aquello no podía ser más que una broma cruel porque le dolía muchísimo.
No quería perder a Pablo, no quería estar sola, no quería noches con desconocidos sin ninguna clase de significado. Miró el sofá y encontró algo de lo que no se había percatado en el primer vistazo. El ejemplar de Otras voces, otros ámbitos de Pablo. Se le ocurrió una idea descabellada y bastante lamentable. Podría ir a la cafetería de la esquina de Barceló, su lugar de encuentro los domingos y entregárselo. Él apreciaría el gesto, sobre todo, al verla despejada, y tendrían la oportunidad de hablar. Sí, era perfecto.
Corrió a ducharse, se vistió (unos vaqueros y una camisa simple, para darle mayor tono de casualidad), se maquilló, agarró el libro, y tal cual, salió de casa. Con ímpetu y nerviosismo.
Caminó con presteza hasta su establecimiento y al llegar a la esquina, se paró. Pudo contemplarlo a lo lejos. Supo que era él por su cabello rizado y su espalda enorme. Y porque se había sentado en su rincón. Todo era como siempre salvo que no era como siempre. Dirigió la mirada al libro y la situación cobró su sentido ridículo inicial, al menos, pudo entenderlo ahora. No podía ir a verlo como si nada. Deseaba hablar con él pero no podía hacerlo así.
Le dirigió una mirada intensa, como si fuera la última, y dio media vuelta.
Pablo siguió mirando su cuaderno fijamente, totalmente inconsciente de lo cerca que Laura había estado de él.

Remedio para la soledad VII

Como cada domingo se había programado el despertador a las diez, pero había remoloneado en la cama hasta las once. Como cada domingo, se había puesto lo primero que había encontrado sobre la silla, se había aseado un poco y había bajado a la cafetería de la esquina. Le gustaba ésa especialmente porque tenía grandes ventanales a los lados y podía mirar la calle mientras desayunaba. Sobre todo ahora que empezaba a hacer buen tiempo. Como cada domingo. Pero éste era diferente. Faltaba ella.
Normalmente no tenían que decir nada, se encontraban allí a la misma hora de siempre (si ella no había dormido con él la noche anterior), sin embargo, aquella mañana él sabía que no aparecería. Al menos, eso era lo que él le había pedido. Pero ya no estaba tan seguro de desearlo. Tal vez se hubiese precipitado en su decisión. O tal vez no. No sabía muy bien qué pensar.
La camarera apareció con su desayuno, no hacía faltar pedirlo, un café solo y un sándwich. Sintió la mirada inquisitiva de la joven, buscando a Laura, como si no entendiera que pudiera estar allí sin ella. Abrió un cuaderno de notas, se colocó las gafas y fingió escribir. Mientras clavaba el bolígrafo en la hoja, comenzó a pensar, a intentar recordar sus palabras la noche anterior.
Se habían encontrado en el café de siempre, ése de la calle Pez. Laura había aparecido preciosa, con uno de sus vestidos, y con su gesto de fingida despreocupación. Era fingida, lo sabía, lo había notado un poco parco por teléfono. Y últimamente en realidad. No se anduvo con rodeos. Le explicó que la quería, pero que no se sentía como se suponía que tenía que sentirse, que estaba raro en general con todo, incluso con el trabajo. Y que necesitaba dejar de verla durante un tiempo. Se sentía asfixiado. Le había dicho que era posible que fuese cuestión de tiempo, pero que entendía que no pudiera esperarlo. De lo que estaba seguro era de que no podía seguir con las discusiones y las peleas.
Ella había arrugado el gesto, se había mordido el labio de rabia y casi sin decir palabra, se había marchado. Era muy orgullosa, sabía que no lloraría delante de él. Sólo fue capaz de decir que no entendía nada, que no entendía cómo dos años podían terminarse así. De pronto. Él hizo el amago de hablar, pero no le dejó, simplemente desapareció. Él intentó ir tras ella, pero corrió e ignoró sus llamadas en la oscuridad.
Aquél no podía ser el final. Estaba convencido.
En ese preciso instante, mientras daba un bocado a su sándwich, se dio cuenta de que la echaba de menos. Añoraba su energía el despertar y sus conversaciones absurdas recién levantada. Suspiró. Notó algo en el bolsillo. Era su teléfono móvil y estaba vibrando. Era Laura. Pero no, no era el momento para hablar.

Remedio para la soledad VI

Se despidieron con un beso en la entrada. Un beso frío, lejano y quieto. Laura ni siquiera cerró los ojos. Carlos sí lo saboreó, pero con cautela. Al beso no le sucedió más que la separación lenta de los labios y una mirada profunda de adiós. Él suspiró, estuvo a punto de decir algo, no obstante, no dijo nada. Le sonrió con timidez, se dio la vuelta y se marchó con un gesto suave. Una vez su sombra se dispersó por la escalera, Laura cerró con brusquedad la puerta. El estruendo la hizo encogerse. Rápidamente deslizó las cerraduras, como intentando protegerse en su propia fortaleza. Dejó caer la cabeza en el marco, apoyó las manos y clavó las uñas. Con rabia. Se sintió sin fuerzas y se deslizó hasta el entarimado al mismo tiempo que caían sus manos. Se derrumbó en el suelo y sin ninguna clase de equilibrio se cubrió la mirada con los dedos. En su propia oscuridad empezó a llorar. Le temblaban la mandíbula y la nariz, casi no podía respirar. Su llanto era profundo y nervioso. Había perdido todo control de sí misma. Qué había hecho, qué había hecho. Ésas eran las únicas palabras que era capaz de pronunciar entre sollozos. La soledad no se había evaporado. Al contrario, era más intensa si cabía. Qué clase de remedio era aquél que la afligía más. De pronto, nerviosa, creyó hallar la respuesta. Corrió hacia el salón, buscó su teléfono móvil y marcó su número. Con expectación y lágrimas esperó los tonos de la línea. Uno, dos, tres… Pero nadie contestó.

Remedio para la soledad V

Ella acudía una vez a la semana al bar, a eso de las diez y media, once. Solía llevar vestidos, poco apropiados para ir a trabajar, así que había deducido que pasaba por casa antes de ir por allí. Casi no se maquillaba. Prefería llevar el cabello suelto. Solía tomarse un par de copas, de tono transparente, probablemente ginebra o vodka, y luego se marchaban. Y siempre iba en compañía de aquel tipo. Esto era lo único que había podido averiguar en un mes de observación.
En sus últimas visitas al establecimiento parecía más demacrada. La sonrisa con la que la descubriera se había ido quebrando poco a poco. Y su gesto no era tan enérgico como cuando la viera por primera vez. En su contemplación de la burbuja creada por ella y él, detectó que algo no marchaba bien entre ellos. Las conversaciones sin descanso que parecían mantener en la distancia habían sido sustituidas por largos silencios y miradas intensas. Ahora tomaba tres copas. Daba más sorbos a sus bebidas y de mayor duración.
A pesar de que su mayor deseo era reemplazar a aquel individuo en su pequeño cosmos, temía que su historia se terminara. Sospechaba que si dejaban de encontrarse, ella no acudiría más por allí y él nunca volvería a verla. Y no lo soportaría. Había crecido algo dentro de él que la unía secretamente a ella a pesar de que ella fuera totalmente inconsciente de esto.
La siguiente vez que los vio estaban discutiendo. Él había llegado tarde y ya habían ocupado su lugar de siempre. No sabía qué era lo que había precedido a aquella disputa pero intuía que se acercaba el fin. Ella le hizo un gesto brusco a su compañero, se levantó con violencia y caminó en dirección de él. Ella tenía fija la mirada en el suelo, por eso no lo vio y tropezó contra él. Levantó la cabeza, lo miró con seriedad y él creyó ver cierta melancolía que le resultó familiar. Aquella noche lo supo. La quería. La quería por su sufrimiento.
En la cama, mientras recordaba cada momento, tomó la decisión de hablar con ella. No esperaría más. Aunque resultase una grosería. La invitaría a una copa o le preguntaría algún sinsentido. No podía seguir observando. Estaba dispuesto, incluso para el rechazo.
Esperó y esperó, como siempre, sin embargo, ella no apareció en la siguiente semana. Tal vez ya era demasiado tarde, tal vez el fin ya hubiera llegado y no volviera a verla. Se resignó, tampoco tenía otras opciones. Pasó un día, transcurrieron dos, y al tercero, de la nada, surgió ella y estaba sola. Él no podía creerlo. Esta vez ella no dirigía su mirada hacia ningún lugar, probablemente no esperaba encontrar nada ni a nadie familiar. Se contoneó con seguridad a la barra. Lo supo. Él supo que era su momento para actuar. Caminó con firmeza hasta ella y le dijo:
- Hola, soy Carlos. ¿Puedo invitarte a tomar algo?
- Yo me llamo Laura. Y claro que puedes- contestó con una leve sonrisa.

Remedio para la soledad IV

Sus ojos. Sus labios. Su cara entre sus manos. Su piel suave a través de sus dedos. La desesperación de sus movimientos. Su gesto entre alicaído y esperanzado. La contradicción entre su lengua y su ánimo. No podía parar de pensar en ella. En el camino de regreso, cerraba los ojos, dirigía su mirada a los edificios, a la acera y allí estaba ella. Desnuda y frágil. En la cama, necesitándolo, como si siempre hubiese sido así. En la oscuridad, ella había descubierto su cuerpo y lo que había más allá. La había sentido tan cerca de sí que casi no podía creerlo. Parecía haber sido un sueño. Demasiado imponente para ser cierto. Si alguien se lo hubiera dicho la noche que la vio por primera vez, lo habría dudado.
Estaba convencido de que ella pensaba que se habían conocido hacía tan sólo una semana, la primera vez que hablaron formalmente. Pero estaba equivocada. Él se había fijado en ella mucho antes. Hacía cuestión de mes y medio, la había visto aparecer en el bar de siempre. Se percató de su presencia en cuanto entró por la puerta. Estaba distraído, ignorando la charla de los compañeros de trabajo, con los que solía ir por allí, cuando ella ocupó toda su atención. La música de fondo, las mesas, el olor a alcohol, las luces deprimentes típicas de bar, todo dejó de existir. Tan sólo estaba ella, con una gran sonrisa y un vestido gris. No paraba de tocarse el pelo y mirar hacia atrás. Lo recordaba perfectamente, del mismo modo que recordaba cómo tras ella, surgió él. No sabía quién era, pero podía imaginárselo. Era a quien ella buscaba atrás, a quien había estado sonriendo. Se agarraron de la mano y fueron a la barra. Juntos. En un mundo propio y lejano del que él, sabía, no podría ser partícipe.
Se pasó el resto de la noche observándolos, sobre todo a ella. No podía evitarlo, le fascinaba. Simplemente sentada en el incómodo taburete desprendía una luz atrayente, que lo mantenía unido a ella, como si se tratara de un hilo invisible. Cada pequeño movimiento en ella era arrebatador, el modo en que se tocaba el pelo, cómo acariciaba la mesa con los dedos, el gesto con el que agarraba la copa.
Aquella noche regresó a casa y ella ocupó sus pensamientos toda la madrugada. Imaginaba cuál sería su nombre, a qué se dedicaría, cómo habría conocido a aquel individuo que la acompañaba y soñaba con historias en las que él ocupaba el lugar del acompañante. Era extraño sentirse así por alguien con quien ni siquiera había intercambiado una palabra.
Desde aquella ocasión, él frecuentó con mayor asiduidad el bar, aunque ninguno de sus camaradas lo acompañara. Sólo quería volver a verla. Y efectivamente ocurrió.

Remedio para la soledad III

Abrió los ojos y sintió los rayos de sol colándose por la persiana. Debía de ser por la mañana. Instintivamente, cerró los ojos y se tocó la frente. Tenía un espantoso dolor de cabeza producto de una espantosa resaca. Tenía la boca seca y sentía su cuerpo suspendido, a pesar de que aún no había empezado a despertarse. Un segundo más tarde, volvió a la realidad y recordó algún fragmento de la noche. Con resignación suspiró. No estaba sola. Miró hacia su izquierda. Estaba en lo correcto. A su lado, dormía aquel tío cuyo nombre seguía sin recordar. "Mierda" dijo para sus adentros. Odiaba las mañanas siguientes, las caricias y delicadezas correspondientes no formaban parte de su carácter. Y aún menos con hombres que no le importaban en absoluto. Pensó en levantarse, en hacer como si él no estuviera, seguir con su vida, así, cuando despertara, al no encontrarla junto a él simplemente se marcharía. Captaría que ya no era bienvenido. Iba a incorporarse cuando su invitado bostezó desperezándose. Chistó su lengua y le dirigió una mirada cómplice que ella respondió con una poco sutil evasión. Él se acomodó en su espacio en el lecho, la agarró y besó con ternura. Ella no tuvo más remedio que devolverle el beso, pero la nariz se le hinchó con nerviosismo y cierta indignación. Cuando él parecía estar más a gusto, ella se levantó.

- ¿Adónde vas?- Preguntó extrañado.
- A por agua, ¿no quieres un poco de agua?

Incorporada, cogió la primera prenda que encontró en el suelo y se vistió con agilidad. Al cubrirse el cuerpo, sintió que se establecía una distancia entre los dos, mayor que el espacio que de verdad los separaba. Una actitud.

Salió de la habitación, dejándolo en la cama, a sus anchas. Entró en el baño un momento y se miró en el espejo. La imagen resultaba más desoladora que la que descubriera en el ascensor la noche anterior. Veía huecos en su rostro, huecos en todas partes. Sombras. Se tocó con las manos en las mejillas, buscando algo, que no consiguió encontrar. Suspiró dirigiendo la mirada hacia el suelo y fue a la cocina. Llenó un par de vasos de agua y volvió con sumisión al dormitorio. Él la esperaba con una sonrisa afectiva. Ella fingió sonreírle.

Le alargó el vaso y se sentó en la cama, ya vestida, lo más lejos que le fue posible. Él bebió enérgicamente e hizo el amago de volver a agarrarla. Ella permaneció en el lugar exacto.

- Ven aquí, tenemos toda la mañana.

Sintió auténtico pánico al oír estas palabras y supo que tenía que reaccionar de algún modo, pero tenía que hacerlo ya si quería que se marchara. No podía pasar toda la mañana con él. No quería. Intentó pensar, pensar algo y rápido…

- ¡No puedo estar toda la mañana aquí!- Gritó de pronto.
- ¿Cómo?
- He quedado para comer con alguien y tengo que ducharme y quitarme los restos de noche de encima.- Dijo ya con más calma.
- Ah. Vale. – Él pareció entender. Se levantó, salió de la cama y comenzó a vestirse.- Entonces, supongo que me voy.

Se despidieron con un beso en la entrada.

Remedio para la soledad II

Estaban desnudos, sudados y con el pecho acelerado. Él salió de la cama, fue al baño un segundo. Ella prefirió permanecer acurrucada en la cama. Agarró con fuerza la colcha mientras miraba al vacío, a la oscuridad. Eran más de las tres de la madrugada. No sabía muy bien qué acababa de ocurrir, su mente la había abandonado durante los cuarenta minutos que aquello había durado. Había hecho un pacto con su cuerpo que había consistido en ofrecerse por completo sin tener que involucrar sus pensamientos. Éstos estaban lejos, con otra persona, ésa misma de la que se había despedido aquella noche en una calle de Tribunal. Aquella noche no podía estar sola, pero era consciente de que para gozar del abrazo o de la caricia de un desconocido, tendría que darle su cuerpo primero. Y eso había hecho. Él regresó a la cama, se incorporó en un salto. Ella miraba hacia la pared. La nariz de él rozaba su cuello. Estaba frío, aún así, cogió sus brazos y los colocó sobre sí misma. “Abrázame” dijo. Estuvo a punto de decir su nombre, pero ¿cuál era? No lo recordaba. Definitivamente, ésa era la situación más triste que se le pudiera ocurrir. Suspiró con poco ímpetu, como si nada ya mereciera la pena. El hueco de la cama estaba ocupado, sin embargo, el vacío permanecía junto a ella. No estaba segura de que aquel remedio sirviera realmente para algo.

Remedio para la soledad

Mientras caminaba de vuelta a casa, no pudo evitar rememorar cada escena. Todo se había terminado. Si fumara, aquél habría sido un buen momento para encender un cigarrillo. Se metió las manos en la chaqueta, sintió un poco de brisa. Se preguntaba quién había tenido la culpa. Todo había pasado muy deprisa. Sus pensamientos no tenían demasiada coherencia, los vasos de ginebra se le habían subido un poco a la cabeza. Por eso había preferido evitar coger un taxi. Caminar le despejaría. Se oían sus tacones sobre el pavimento. La calle Fuencarral estaba desierta hacia la glorieta de Quevedo. Cuánto cambiaba su visión entre el día y la noche. De pronto, notó una presencia detrás de sí. Giró la cabeza, pero estaba sola. No eran más que fantasías suyas. En aquel momento habría deseado que alguien marchara tras ella, se habría sentido más acompañada. Bravo Murillo 30, ya estaba, ya había llegado a casa. Subió en el ascensor, no le apetecía subir los escalones a pesar de que vivía en la primera planta. Cuando volvía de noche, le gustaba mirarse en el espejo del aparato para comprobar cuán desaliñado era su aspecto. En esta ocasión, era muy desarreglado. El cabello enmarañado, el rímel corrido levemente debajo del ojo y la falda algo girada. No le importó. Giró la llave y entró en el apartamento. De pronto, parecía más vacío que nunca. No sintió fuerzas de llegar al dormitorio, se quitó los tacones y se dejó caer en el sillón más cercano a la puerta. Hizo el amago de llorar pero no pudo. No se le daba bien. No podría soportar la soledad, al menos no aquella noche. Decidió llamar a aquel tío de aquel bar, aquél al que había conocido tan sólo una semana antes. No había pasado nada entre ellos, pero ella sabía que la había deseado. Habían hablado un par de veces luego. Había mostrado bastante interés. Ella sabía que jamás podría quererlo ni sentir nada hacia él, sabía que si sus encuentros se repetían acabaría detestándolo, y era consciente de que sólo quería usarlo. Pero no le importó. No quería estar sola aquella noche. Era bastante tarde, casi las dos, pero intuía que no se opondría a visitarla. Marcó el teléfono. Él no tardó en contestar. Él pareció sorprendido, aunque su reacción pronto tornó en cierto regodeo. Acordaron que se vestiría y tardaría lo que el tráfico le permitiese. Colgó el auricular con un seco “vale”. Agachó la cabeza, ya le odiaba, era simplemente patético, pero qué le importaba, aquella noche no podía dormir sola. Necesitaba a alguien que la abrazara.

No podía dormir. Eran casi las tres de la madrugada y no dejaba de darle vueltas con la mirada a la habitación a oscuras. Era su modo de arrancar la vista del reloj de la mesilla, que con su luz verde fluorescente, parecía haberse estancado en el mismo minuto. Habría intentado dar vueltas sobre sí mismo, en la propia cama, pero no quería despertarla. Ella sí dormía a su lado. Cuánto la envidiaba, parecía tener un sueño muy profundo. Aburrido ya de la situación, decidió levantarse y caminar por el apartamento. Fue al salón, se sentó sobre el sofá y encendió el televisor. Por desgracia la televisión no le ofrecía gran cosa, una variedad de canales de teletienda y un par de películas porno que no le motivaban lo más mínimo. Apagó el aparato y corrió a la cocina a buscar algo en la nevera. Nada. Ni en la despensa. Nada apropiado para picar entre horas, y aún menos, para comer a las tres de la mañana. Había café, pero no le apetecía desvelarse del todo. Decidió ir al despacho, esa pequeña habitación que habían destinado al estudio y trabajo, donde reposaban todos los libros y documentos de posible valor futuro. Pensó en leer algo, tal vez un periódico atrasado, un libro… Echó un vistazo a la estantería y descubrió, junto al ejemplar de La Ilíada, un álbum de fotos. No recordaba tenerlo. Aquel cuadernillo debía de tener muchos años. Lo abrió, y efectivamente, correspondía a una etapa de su vida de la que ya se había olvidado. No podía creer que Ana conservara aquello, habían pasado décadas. Aparecer en público con aquellos atuendos ahora resultaría casi un delito. No podía creerlo. Eran tan jóvenes. Los dos. Ella no había perdido el gesto idealista de su rostro, a pesar de los años, ni su natural belleza. Él, no obstante, sí que parecía otra persona. No se reconocía en aquel joven de pelo largo y sonrisa socarrona. Con ideales y esperanzas. Probablemente la experiencia había actuado entre medias. Sintió una punzada dentro de sí. Se sentó en la silla del estudio con el álbum en las manos. Miró al vacío intentando buscarse, intentando buscar a aquel chico de las fotografías, aquel chico que sí podía dormir por las noches.

Hacía días que había convertido su dormitorio en un basurero. Las sábanas hechas una maraña, ropa sobre la silla, por el suelo, libros, cuadernos y muchas tazas con restos de té. Comenzaba a quedarse sin ropa limpia, los trapos sucios ya no cabían en la bolsa, se salían de ella conformando una montaña. El sol no había salido todavía y en diez minutos tendría que salir a trabajar. Aplanó una parte de la colcha y se sentó sobre ella. Dejó caer los pies, como si estuvieran muertos. Deseaba que esos diez minutos no se acabaran nunca, que el mundo se parara, aunque fuera un segundo y él pudiera suspirar con templanza. Todo iba demasiado deprisa, tanto que no tenía tiempo de asimilarlo. Su propia vida corría ante sus ojos. Él no podía parar el mundo, tal vez él pudiera parar su vida.

Me duelen los pies, pero no estoy cansada. No he caminado, es más, no me he movido de mi asiento en toda la tarde. Pero mis pies no pueden moverse. Están paralizados. Cargan con demasiado peso, mi alma se cayó sobre ellos. Debería haber intentado recogerla, pero pensé que podría hacerlo más tarde. Tenía otras cosas que hacer, excusas en realidad. Las horas pasaron, el día se transformó en noche y mi alma no se movió. Yo no hice esfuerzos por desplazarla tampoco. Comienza a acomodarse en mis pies y temo que no vuelva a su lugar originario. Está demasiado lejos. Qué haré sin ella. Desearía alzar la voz y que me hiciera caso, pero ha perdido todo apego a mí y mis pies, fríos como un cadáver, le proporcionan más sosiego. Me pregunto si podría continuar sin ella. Glacial como el hielo, gélida como mis pies. Sin alma, sin sentimientos, viviendo una vida, observándola más bien.

El despertador sonó más estridente que nunca y deseó que aún no fuera la hora. Para muchos aquella afirmación resultaría una obviedad, no obstante, en su caso, se trataba de una novedad absoluta. La mañana era su momento favorito del día. Tal vez por la brisa, el sol incipiente o incluso la simbología del comienzo, no sabía muy bien por qué, pero prefería la mañana ante cualquier otra etapa de la jornada. Sin embargo, aquella mañana la idea de levantarse de la cama parecía un imposible. Más que un imposible, una pesadilla. A pesar de sus sueños y demás fantasías nocturnas, no había dejado de darle vueltas a aquello. Justo antes de irse a dormir, había terminado la lectura de cierto relato en el que el protagonista ponía fin a su vida, y con éste, el fin a su sufrimiento. No había entendido por qué alguien haría algo así, puede que nunca habría concebido esa posibilidad, pero de pronto, en aquel relato, en aquellas circunstancias, no existiese otra alternativa. No creía que ella misma estuviese pensando eso. El fin. Jamás se lo había planteado de aquella manera. Siempre se había enfrascado en el principio. Sentía que su universo había sido puesto en duda. Su percepción de la vida, del ser humano, incluso del día mismo estaba entredicho. ¿Qué primaba entonces? ¿El comienzo o el desenlace? Al fin y al cabo, si algo tenían en común los seres humanos era su origen y su desaparición. Lentamente fue incorporándose, habituándose a su, repentino desconocido, dormitorio. Su mirada había cambiado y del mismo modo, lo que percibía a través de ella. Sus muebles, sus libros, su ropa, la decoración… habían dejado de tener sentido y se habían transformado en objetos inanimados que la alejaban de la verdad, de algo más importante, que hasta ese preciso momento no había sido consciente que buscaba. Casi sin mirarse al espejo (le asustaba lo que pudiera encontrar tras su revelación), se vistió y Salió hacia la facultad. Escogió su camino habitual. El sol brillaba con fuerza y cualquier otro día lo habría disfrutado, habría sido feliz sintiéndolo en su piel, cualquier día hasta ése. De repente, no era suficiente. Empezó a fijarse con detenimiento en las personas que paseaban por su misma acera. Se preguntaba de si serían conscientes de que lo único real, de que la reminiscencia más tangible que les quedaba era la muerte. Probablemente no. Probablemente lo ignorasen, porque la cotidianeidad resultase más sencilla así. El día se convirtió en oscuridad. Todo resultaba lóbrego y carente de sentido. La respiración comenzó a acelerársele. Intentó calmarse, tranquilizarse, pero no lo consiguió. Corrió a una cafetería y se dirigió directamente al aseo. Se dejó caer en el suelo, se cubrió los ojos con las manos y deseó recuperar su antigua mirada, un poco de brillo. Aquello era demasiada información. Demasiada. No sabía si podría soportarla.

Habían abandonado sus esperanzas y sus sueños, ya no les quedaba nada, salvo ellos mismos. Habían permanecido en la oscuridad de la habitación durante horas ya. No sabían qué decirse, no tenían qué decirse. Lo único que quedaba por expresar era adiós, pero resultaba duro. Más difícil de lo que habían imaginado. Tan sólo tendrían que apagar la única bombilla restante y lanzar las llaves al suelo, pero los gestos pueden llegar a convertirse en rituales imposibles de interpretar. De pronto nada tenía sentido, ni el escenario, ni su historia común, ni el futuro. Aquel apartamento se había transformado en una nebulosa independiente, suspendida en la nada. En su interior, la vida había dejado de fluir. Sabían que tan pronto como atravesaran la puerta, el relato pondría su punto final. Tal vez no estaban preparados después de todo. Sabían que necesitaban separarse el uno del otro, la locura y el sinsentido se habían apropiado de sus momentos, aquéllos que antaño fueran dichosos o simplemente satisfactorios. Lo complicado no era comenzar una nueva vida sin el otro, más bien, asimilarlo. Asumirlo era el abismo.

III

Era tan frágil y tan bonita. Incluso apoyada en el escritorio, fingiendo redactar algún documento al ordenador para evitar llorar allí mismo, resultaba perfecta. Intentaba disimularlo con sonrisas nerviosas y actividad frenética con el programa, pero todo aquello no era más que una actuación. Sabía que se sentía afligida porque siempre que algo la mortificaba se mordía el labio y se echaba el pelo hacia atrás reiteradamente. Se había pasado toda la tarde así.
Ay, Ana, si te dieras cuenta de que lo sé todo sobre ti. Cada pequeño detalle. Que te admiro en la distancia desde hace tanto tiempo. Que podría quererte como te mereces, hacerte sentir bien, feliz y no una desgraciada como ese noviete que tienes que te ningunea, que te convierte en un ser insignificante. Sé que eres frágil, aunque lo niegues, aunque finjas ser fuerte. Conmigo no tienes que fingir. Ojalá dejaras que te diera un abrazo. Juan la contemplaba desde su escritorio, a lo lejos, pensando todas aquellas cosas que jamás sería capaz de decirle.
A pesar de que ella no había pedido su ayuda, decidió acercarse y darle la oportunidad de aliviarse. Se acercó a su mesa con un café en sus manos y esperó su reacción. Ella se limitó a darle las gracias con un bufido y a dejar el vaso junto a ella, sin probarlo, sin mirarle. Juan comenzó a impacientarse, de modo que le dijo que no tenía muy buen aspecto. Ella continuó sin inmutarse hasta que él le preguntó. Y ella le gritó. Juan se marchó avergonzado. Corrió por el pasillo, sin pensar, corrió evitando pensar, chocó con el carrito de la señora de limpieza, no supo qué decir, continuó su carrera y llegó al lavabo.

El aseo masculino estaba desierto. Con la respiración alterada, se observó en el espejo. ¿Por qué era tan estúpido? No era más que un iluso. Era imposible que Ana se fijara en él. Un tipo corriente, de camisas a cuadros. Un gordinflón sin personalidad que no tenía más que ofrecerle que un café. Estaba a punto de recriminarse todo aquello que odiaba de sí mismo cuando alguien cruzó la puerta del aseo y fingió que se lavaba las manos y se marchó. Ni él ni nadie oiría lo que tenía que decir.

Se iba quebrando poco a poco, muy lentamente y nadie se percataba de su descenso. Agachaba la cabeza y miraba por el rabillo del ojo, preguntándose si de verdad todos estaban tan ciegos, tan inmersos en sus propias infelicidades, que no eran capaces de notar su sonrisa marchita o su voz a punto de extinguirse. Siguió caminando, haciendo un esfuerzo sobrehumano, abrazándose a sí como apoyo, para no caer. Entre risas húmedas, se dio cuenta de lo ridículo de la situación. Siempre igual, siempre tratando de ser lo que los demás pretendían que fuera. ¿Y quiénes eran los de más? Una masa inexistente, con mayor autoridad en su cabeza que en ninguna otra parte. Todo, pero al fin y al cabo, nada.

En el fondo, esperaba que alguien hablara y rompiera el silencio en su lugar, por primera vez. No podía acostumbrarse al silencio. Resultaba más doloroso de lo que había pensado.

Siempre había tenido tantas cosas que decir, tantas, que tenían que pedirle que cerrase la boca. Era una persona de ésas que no soportan los silencios, aunque no resulten incómodos, y que comienza a hablar automáticamente, más que como un mecanismo. Siempre. Siempre había tenido historias que contar, algunas más divertidas, otras tediosas, pero siempre había habido algo. Sin embargo, de pronto, se había callado. No lo había hecho por rebeldía ni porque desease demostrar nada a nadie, simplemente se había quedado sin palabras. Movía los labios, hacía el amago de lanzar una sola palabra al viento y ésta carecía de sentido. No sabía muy bien qué pensar, es más, casi no podía pensar, el impacto aún perduraba. Un pequeño pinchazo bajo el abdomen le oprimía desde entonces, desde que todo cobrara sentido. En ocasiones sólo basta un pequeño detalle para que todas las piezas encajen. Intentaba reflexionar, sin embargo, ninguna palabra parecía la adecuada para definir aquella realidad. Ya eran dos días en el vacío, en el silencio. Comenzaba a acostumbrarse a ese nuevo reino de afonía. Tal vez fuera lo mejor, aceptar el silencio de una vez por todas y seguir adelante con su vida.

II

Eran las seis, en una hora podría volver a casa. En la oficina sólo se oían las tímidas voces de los que descuidaban el trabajo, el aquí y para allá de los pasos nerviosos que recorrían el pasillo, el sonido casi invisible de la fotocopiadora y el incesante tono de los teléfonos de fondo. De pronto, suspiró y decidió echar un vistazo a su teléfono móvil. Nada. Ni una sola llamada. Ni un rastro de él. Había esperado algún tipo de señal, pero no había habido nada. Una disculpa por cómo le había hablado. No sabía, algo… Pensándolo bien, ella había sido la que había gritado primero, ella había dicho aquellas cosas horribles, ella le había hecho daño a propósito. Pero no pudo evitarlo, ya no podía más. Todo lo que había sentido todo ese tiempo había salido, sin más. Estaba harta, cansada de que siempre fuera SU trabajo, SU estado de ánimo, SU mundo y ella, simplemente, tuviera que sentirse agradecida si le hacía un hueco. Había acudido a él porque había tenido un día horrible, necesitaba consuelo, y en lugar de eso, había tenido que soportar aquella estúpida historia sinsentido. Sí, le había dicho que no era más que un fraude, una decepción, que todos lo pensaban y que si tan duro le resultaba escribir, era porque él mismo lo rumiaba.
- Toma, te he traído un café de la máquina, como te noto muy cansada hoy…
Oh, no, el pesado de Juan había vuelto, para molestarla con sandeces que no vendrían a cuento y retrasar su trabajo.
- Gracias. No tenías qué molestarte.- Agarró el café con antipatía y lo depositó en la mesa.
¿Acaso había sido muy dura con Jorge? Sabía que él estaría destrozado hoy. Tal vez debiera llamarlo ella. El sentimiento de culpa comenzó a inundarla de pronto.
- Tienes mala cara.- Comentó Juan, con su tono habitual, que no se había marchado sino que se había sentado a su lado, muy cerca.
- Gracias.- Exclamó secamente.- No he dormido muy bien esta noche.
- Pareces dispersa hoy.
- Supongo.
- ¿Tienes problemas?
- ¿Te importaría dejarme en paz de una vez?- Gritó y Juan espantado, volvió a su escritorio.
Ella clavó los dedos en el teclado y la mirada en la pantalla y decidió evitar pensar en el resto de la hora.

I

Basura, basura y basura. Miró sus últimos trabajos y sintió vergüenza de sí mismo. Se levantó para correr hacia el cigarrillo que se posaba en el otro lado de la habitación y dio una fuerte calada, como si fuera la última de su vida o como si fumar, simplemente, fuera a resolver sus problemas. Se agarró del cabello con ira y violencia y lanzó un pequeño alarido. Volvió al ordenador y contempló atento las piezas de nuevo. Tal vez hubiera alguna que considerar aceptable. Con lentitud. Como si la calma fuera a ayudarlo esta vez. No, no había nada. Nada que pudiera salvar. Todo era una auténtica mierda. Volvió a dar una calada a su cigarrillo, esta vez, muy cabreado. Pues sí, todos tenían razón. Comenzó a dar vueltas por la sala. Rápido, cada vez más rápido. Soy una decepción. Todos tenían razón. Soy una decepción. Un mediocre. Me he relajado. Soy un mediocre. No paraba de repetir mientras se precipitaba en círculos. ¡Mierda! Dio una patada a la calefacción. Y comenzó a llorar. Con amargura, casi sin respirar. No se lo había dicho a nadie, pero a veces, cuando estaba muy irritado, no podía evitar verter unas lágrimas. Se acurrucó en sí mismo y se preguntó ¿y ahora qué?

Decidió acurrucarse en la cama, agarrar fuertemente la almohada y dejar que la vida siguiera sin ella, tan sólo una horas. No existirían ni el trabajo, ni los niños, ni Juan, ni siquiera su madre pululando a lo lejos. Sólo estaría ella y un verde prado. Uno puro donde pudiera respirar profundamente sin sentirse contaminada, uno inmenso, en el que mirar y no encontrar nunca un fin. Ya habría tiempo para recuperar sus obligaciones más tarde, tal vez mañana. Al fin y al cabo, sus responsabilidades sí estarían esperándola a ella.

Cuatro individuos se sientan en el mismo banco. Uno lee un libro, otro finge escribir, el tercero mira su reloj de pulsera y el último se limita a observar a los otros tres. No se conocen, no saben de dónde viene cada uno, evitan intercambiar palabras, si comparten miradas lo hacen a escondidas, pero cada día se sientan en el mismo banco. Son cuatro desconocidos que no tienen nada mejor que hacer que acudir cada día al mismo banco. No se han molestado en hablar, en el amago de un gesto amistoso, no obstante, tienen en común más de lo que piensan. Su soledad. En realidad, y aunque no se conocen, no se tienen más que a ellos mismos. Y por eso, cada día, repiten su rutina y acuden y se sientan en el mismo banco. Al menos, así, no se sienten tan solos. Al menos, así, compartiendo soledades, el tiempo pasa más rápido.

Qué tontería sonreír como si tuviera quince años, ¿verdad? Qué estupidez sentir esa extraña ilusión, propia de una adolescente, con sus correspondientes hormigueos en el estómago. Qué ridículo, en realidad, soñar despierta e imaginar desenlaces maravillosos y cursis, propios más de una película mala y predecible que de mi vida. Pues sí, qué tonta, estúpida y ridícula, pero qué bonito al mismo tiempo.

Me gusta la redacción a medianoche. Las voces ya se han callado, reina el silencio y tan sólo se oyen los suaves roces al teclado. Los redactores ultiman sus crónicas entre paredes transparentes y blancas, añorando la hora de salida. Todos parecen concentrados, dedicados a una importante tarea. Al fin y al cabo, lo es. Yo me limito a observarlos y a soñar despierta... y a esperar el cierre.

En una mañana fría como ésta deseo desaparecer, escaparme. Cerraré los ojos y viajaré al lugar donde el cálido sol me protege y no hay más ruido que el de las gaviotas sobrevolándome. Olor a sal y humedad en mi cara. Allí es donde quiero estar. Mi infancia y yo misma correteando por una playa, que a veces detesto, y otras tantas echo de menos.

Estaban enfrente el uno del otro en silencio. Ella intentaba hablar, pero ninguna palabra parecía adecuada para aquel momento. Se le venían tantas ideas y ninguna al mismo tiempo. Daba vueltas y vueltas en sí misma. Ella permanecía en silencio, pero su silencio resultaba atronador. Él, no obstante, estaba allí y su mutismo procedía de mucho más allá. No es que no supiera qué decir, simplemente no sentía nada. En aquella porción de sí mismo no había más que vacío. La miró esperando hallar una respuesta, un segundo, dos. Y nada. Agachó la cabeza y deseó apreciar algo. Una telaraña comenzaba a entrelazarse, se esforzó por oír a dónde podría llevarle. No, había sido una falsa alarma. No sentía nada. Simplemente, nada.

Sentí el viento en mi cara y me gustó. El cabello se me arremolinaba y se volvía loco, pero qué importaba, el viento estaba en mi cara. Dejé de preocuparme por la imagen que pudiera estar dando o por el aspecto desaliñado con el que llegaría al trabajo… simplemente disfruté de aquel momento, mientras caminaba por las calles de esta vieja ciudad y el viento se convertía en mi compañero de viaje.

La ciudad puede llegar a ser muy gris, pero no adquiere este tono precisamente por los gases, la polución y demás elementos nocivos, sino por la vanidad, la indeferencia o el materialismo. Soñábamos con un mundo ideal, propio de los cuentos que leíamos de pequeñas, sin embargo, el tiempo ha demostrado que éstos no suceden más que en los libros y en nuestras cabezas. No deberíamos dejar de soñar porque precisamente en esta capacidad nuestra reside que el tono de la ciudad sea gris y no negro absoluto. Al menos, siempre dispondremos de nuestras propias desgracias para reírnos y sentir que los edificios se resquebrajan por rayos, que tan sólo tú yo, sabemos de dónde provienen.

Todo había desaparecido, a su alrededor sólo había sexo. Sudor, gemidos y puños cerrados, aferrados a la sábana. Ya nada le importaba, sólo podía pensar en la lengua de él alrededor de su cuello, sus manos enganchadas a sus pechos, su pene contra ella. Se agarraba del cabello, como intentando contenerlo y deseando que no cesara al mismo tiempo. La fuerza se concentraba en su pelvis, perdiendo todo el control. Giraba la cabeza, como si una melodía diabólica la hubiera poseído. Perdía el control, no podía evitarlo, todo en lo que pensaba era él. Y él ni siquiera estaba allí.

Palabras, palabras y más palabras. Eso es lo único que veía por todas partes. Letras que se unían y conformaban líneas, textos que la iban persiguiendo, en habitación, por las avenidas, en el supermercado. Abominación. Exilio. Burro. Amasijo. Corrían veloz hacia ella. Intentaba esquivarlas. Trasquilón. Pie. Muñeca. Hormigas. Desorden. Venían directamente hacia ella. ¡Palabras!

La creación 1

Buscaba un amor, pero el amor no llegaba. Lo buscaba al pasear entre las calles, en las tiendas, en los bares… y nada. Mantenía los ojos bien abiertos cada segundo, pues cuanto más atenta estuviese, más probabilidad habría de encontrarlo. O eso pensaba ella. Sin embargo, el tiempo transcurría y no pasaba nada. Absolutamente nada. Entre búsqueda y búsqueda, se preparó una sopa de sobre, de ésas de sabor indescriptible pero eficaz y se dio cuenta de que todo aquello no servía para nada. Estaba perdiendo el tiempo. ¡Si quería un amor, la única solución era que ella misma lo crease! Crearía una figura a la que poder amar, abrazar, contarle las pequeñas anécdotas del día a día. Sí, definitivamente ésa era la solución.