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Miró el reloj, ¡eran las ocho! ¿Cómo era posible que hubiese perdido la conciencia del tiempo? Había estado a punto de perdérselo. Atravesó el salón con sigilo, para no despertar a aquel ser arrugado y despepitado al que llamaban “abuela”, deslizó la puerta corredera y salió al balcón. El escenario era el mismo de cada día, una ancha calle, muchos coches y seres más parecidos a hormigas que a personas. La música de fondo tampoco variaba, la unión de bocinas descompasadas. Colocó las manos en la barandilla y apoyó los carrillos en ellas. Y esperó. Solía llegar sobre las ocho y diez, aunque a veces se retrasaba. Nunca llegaba antes. Y esperó un poco más. Cuando pasaban doce minutos de las ocho, la vio aparecer. ¡Sí, allí estaba! Como cada tarde, de lunes a viernes, cruzando la calle con su paso cadencioso. Tendía a dejar caer la cabeza hacia un lado y a tener la mirada perdida, hundida en mundos en los que él jamás podría imaginar. Las mejillas rosadas, el cabello castaño, una sonrisa incipiente. A él le bastaba con poder mirar aquellos atributos preciosos para ser feliz.
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