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El día comienza a clarear y se atisban los primeros fragmentos de sol. La cortina está echada y sólo los intuye. En el interior del hogar, existe un universo mayor que el que pueda encontrar fuera. Sillas descolocadas, mesas inundadas de copas y restos en general de lo que fue una pequeña reunión de amigos. Se encuentra en el sofá, lleva un par de horas en su postura cadavérica. Mira, pero no observa a su alrededor. Parece que cada pequeño objeto la apunta directamente. No puede moverse. Vuelve en sí un instante. No le apetece recoger, aunque sabe que tendrá que hacerlo antes o después. Simplemente respira profundamente tratando de volver a sentirse a sí misma en el lugar en el que se tumbó hace un rato. Objetos, restos, suciedad. Eso es todo lo que le queda. Los días que siguen a las fiestas siempre son así. Deprimentes para los anfitriones. Si al menos él hubiera aparecido... Y ahora es domingo y no tiene nadie con quien compartirlo. Consigo misma, piensa con un sonrisa sarcástica en su boca. Siempre es así.
Las primeras veces no se le daban bien. Esos primeros momentos de intimidad, de abrirse a alguien sin ningún motivo aparente más que descubrir si existía algún tipo de conexión, de sentimiento de unión especial le resultaban abrumadores. Por lo general, se limitaba a escuchar con una sonrisa amable todo lo que el otro necesitara decir hasta que de verdad su intervención en la conversación brotara espontáneamente. A veces esto tomaba días, en otras ocasiones, nunca ocurría. Con Pablo resultó muy sencillo y muy rápido al mismo tiempo. Él era tan fascinante y tan sensible que sintió que podía confiar en él. Y a pesar de todo, sabía que no se había equivocado.
Sin embargo, aquella tarde, Laura no se limitó a escuchar, ni siquiera introdujo más monosílabos que de costumbre sino que fue ella quien se abrió ante el otro. Había notado cómo algo dentro de sí explotaba y supo que tenía que compartirlo con él, Carlos.
Habían ido a almorzar a un pequeño restaurante oriental cercano a General Yagüe. Había sido idea de Carlos. Resultó ser el típico local apartado y agradable con hilo musical.
Laura habló de su trabajo, de las decisiones importantes, de sus años de instituto, de su familia, no mencionó a Pablo.
Carlos la observaba sorprendido y extasiado. Era consciente de que una puerta se abría ante él. El umbral que dividía la mujer que había idealizado y aquélla que era en realidad. Por primera vez en mucho tiempo, su fantasía adoptaba dimensiones. Y en verdad, con sus imperfecciones, prefería a la real.
Luces rojas, azules, verdes. Ruido, música. Cuerpos sudorosos y brazos y caderas que se mueven al ritmo de una base descompasada. Alcohol, mucho alcohol. La pérdida del sentido absoluto. Y del control. Jóvenes y algunos no tan jóvenes, reducidos al rito más primario. Todos huelen a sexo. Él observa atentamente desde uno de los palcos del recinto. Muestra una ensayada media sonrisa mientras sujeta con delicadeza su copa. Es whisky, por supuesto, es todo un hombre. Un hombre no bebería menos. Mira y busca. Busca y no encuentra. Se siente superior a toda esa vorágine que se arremolina a su alrededor. Cree que su ropa, que sus estudios, que su actitud lo diferencian de los demás. Pero no es así. Él es tan triste y tan patético si cabe como los demás. Se presta al juego, es más, forma parte de él. Efectúa su rol. Se hace el interesante, finge ser quien ha de ser para conseguir su objetivo. Si la noche funciona, probablemente lo obtenga. Y mantenga esa sonrisita estúpida y prepotente. Y el juego continuará, y con él, su ignorancia. Pero así es la fauna, también aquélla encerrada en un mundo de luces y música. Siempre existirá un depredador.
Frente a mí, una fotografía. Hay un paisaje y tres individuos que fingen naturalidad. No logran engañar a nadie pues su pose es más bien rígida y artificiosa. Me preguntó si el que tomó la foto pensó en lo ridículos que resultaban. ¿Y ellos? ¿En qué estarían pensando? ¿O qué harían allí, precisamente? Se distingue tras ellos el mar inundado de bañistas y alguna, aunque éstas son más bien escasas, sombrilla. Probablemente era un día muy caluroso y nadie deseaba permanecer al sol. Tan sólo estos tres individuos. Encontré la imagen esta mañana, mientras revolvía el armario de trastos viejos de casa de mi madre. Y de pronto, mi padre y mi madre se me antojaron como unos desconocidos (al tercero verdaderamente no lo he visto nunca). Es más, ahora los observo y no logro reconocer a esa mujer de mantel verde entre cazuelas de barro ni a ese señor de gorro de paja y camiseta de tirantes anchos. Tal vez sea cuestión de tiempo. Madurar y envejecer lo cambia todo. Nos distancia toda una vida. Yo y mis dos hermanos. Y supongo que muchos días solitarios, animosos, diferentes. Elementos que no conocí y que puede que nunca llegue a conocer, como esta fotografía que ha llegado a mí por curiosidad. Yo no tengo hijos y no me planteo tenerlos, al menos por el momento, pero es posible que en cierta ocasión, ellos miren mi foto, una de mi presente, de éste, y no sepan quién soy. Tal vez sólo encuentren a una mujer desconocida, una mujer muchos años antes de convertirse en su madre.
No sabía muy bien qué estaba pasando a su alrededor. Tan sólo era consciente del dolor que sentía en las piernas y del humo del cigarrillo que estaba fumando. El resto no existía. Estaba sola frente a la nada. El tiempo había pasado. O más bien, había pactado consigo misma no pensar, olvidarse de reflexiones abstractas y dolorosas que no harían más que sumirla en la tristeza. Había encontrado nuevos amigos y un buen puesto de trabajo. No tenía motivos por lo que pensar en él. Volver a él en cuerpo o en alma. Agarró el cigarrillo e inhaló con fuerza sobrehumana, como si se tratara de lo último que pudiera hacer en su vida. El tabaco era el último reducto de su vida anterior. Evitaba caer, pero cada vez lo que hacía se sentía bien. Y volvía a recordar. De pronto, notó lágrimas aflorando en sus ojos. Fumaría, sí, fumaría. No quedaba mucho más que hacer.