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Luces rojas, azules, verdes. Ruido, música. Cuerpos sudorosos y brazos y caderas que se mueven al ritmo de una base descompasada. Alcohol, mucho alcohol. La pérdida del sentido absoluto. Y del control. Jóvenes y algunos no tan jóvenes, reducidos al rito más primario. Todos huelen a sexo. Él observa atentamente desde uno de los palcos del recinto. Muestra una ensayada media sonrisa mientras sujeta con delicadeza su copa. Es whisky, por supuesto, es todo un hombre. Un hombre no bebería menos. Mira y busca. Busca y no encuentra. Se siente superior a toda esa vorágine que se arremolina a su alrededor. Cree que su ropa, que sus estudios, que su actitud lo diferencian de los demás. Pero no es así. Él es tan triste y tan patético si cabe como los demás. Se presta al juego, es más, forma parte de él. Efectúa su rol. Se hace el interesante, finge ser quien ha de ser para conseguir su objetivo. Si la noche funciona, probablemente lo obtenga. Y mantenga esa sonrisita estúpida y prepotente. Y el juego continuará, y con él, su ignorancia. Pero así es la fauna, también aquélla encerrada en un mundo de luces y música. Siempre existirá un depredador.
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