Remedio para la soledad

Mientras caminaba de vuelta a casa, no pudo evitar rememorar cada escena. Todo se había terminado. Si fumara, aquél habría sido un buen momento para encender un cigarrillo. Se metió las manos en la chaqueta, sintió un poco de brisa. Se preguntaba quién había tenido la culpa. Todo había pasado muy deprisa. Sus pensamientos no tenían demasiada coherencia, los vasos de ginebra se le habían subido un poco a la cabeza. Por eso había preferido evitar coger un taxi. Caminar le despejaría. Se oían sus tacones sobre el pavimento. La calle Fuencarral estaba desierta hacia la glorieta de Quevedo. Cuánto cambiaba su visión entre el día y la noche. De pronto, notó una presencia detrás de sí. Giró la cabeza, pero estaba sola. No eran más que fantasías suyas. En aquel momento habría deseado que alguien marchara tras ella, se habría sentido más acompañada. Bravo Murillo 30, ya estaba, ya había llegado a casa. Subió en el ascensor, no le apetecía subir los escalones a pesar de que vivía en la primera planta. Cuando volvía de noche, le gustaba mirarse en el espejo del aparato para comprobar cuán desaliñado era su aspecto. En esta ocasión, era muy desarreglado. El cabello enmarañado, el rímel corrido levemente debajo del ojo y la falda algo girada. No le importó. Giró la llave y entró en el apartamento. De pronto, parecía más vacío que nunca. No sintió fuerzas de llegar al dormitorio, se quitó los tacones y se dejó caer en el sillón más cercano a la puerta. Hizo el amago de llorar pero no pudo. No se le daba bien. No podría soportar la soledad, al menos no aquella noche. Decidió llamar a aquel tío de aquel bar, aquél al que había conocido tan sólo una semana antes. No había pasado nada entre ellos, pero ella sabía que la había deseado. Habían hablado un par de veces luego. Había mostrado bastante interés. Ella sabía que jamás podría quererlo ni sentir nada hacia él, sabía que si sus encuentros se repetían acabaría detestándolo, y era consciente de que sólo quería usarlo. Pero no le importó. No quería estar sola aquella noche. Era bastante tarde, casi las dos, pero intuía que no se opondría a visitarla. Marcó el teléfono. Él no tardó en contestar. Él pareció sorprendido, aunque su reacción pronto tornó en cierto regodeo. Acordaron que se vestiría y tardaría lo que el tráfico le permitiese. Colgó el auricular con un seco “vale”. Agachó la cabeza, ya le odiaba, era simplemente patético, pero qué le importaba, aquella noche no podía dormir sola. Necesitaba a alguien que la abrazara.

3 comentarios:

Yols dijo...

Otra vez la soledad! Es un sentimiento tan importante pero a la vez tan triste en nuestras vidas!

Justo dijo...

A nadie le gusta estar solo.

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo con Justo, la soledad no tiene por qué ser mala.