Remedio para la soledad IX

Había regresado a casa hacía rato. Se había dado una ducha, había preparado algo de pasta y en aquel instante estaba sentado frente al televisor. No había sido consciente de nada de lo que hacía, su cuerpo se había movido automáticamente. Su cabeza, no obstante, se había mantenido ocupada, pensando en ella. Tras rememorar cada pequeño detalle de la noche, Carlos había comenzado a preguntarse si había resultado tan etérea como creyó en un primer momento. La Laura que había compartido aquella noche no era la que había observado semana tras semana, la que había conocido hacía siete días. La Laura de la llamada intempestiva era frágil y tosca. Apasionada en la cama, pero muy fría. Cariñosa por momentos y lejana a la mañana siguiente. Definitivamente contradictoria. Por todo esto, no sabía muy bien cómo tenía que reaccionar. Tal vez la llamase. O le escribiese un mensaje. No, esto seguro que no, odiaba los mensajes de texto. Decidió seguir no viendo la televisión, esperaría para llamarla.

Laura había dado media vuelta y había caminado sin rumbo fijo. Sin pensar. Por las calles de Madrid. Había llegado a la Plaza de España y se había sentado en un poyo de piedra, junto a la fuente. Había sido un paseo agradable, había sentido el sol en su piel, éste había resultado el sentimiento más real en mucho tiempo. Llevaba casi una hora allí asentada, observando a los transeúntes, oyendo las bocinas de los coches, espiando cómo el agua de la fuente giraba y giraba. Algunas familias, jóvenes, incluso niños correteaban por allí. La postal era de lo más enternecedora, sin embargo, le parecía detestable. Le fascinaba y le enfurecía la felicidad de los que allí se detenían como ella. Habría deseado que todos sintiesen su dolor y llorasen y ella pudiera compadecerlos al menos por eso, porque ella fuese capaz de mantener la compostura. Cómo odiaba los domingos. Eran días de relleno, que la gente dedicaba a hacer actividades absurdas para poder presumir de cuán interesante era su vida al día siguiente en el trabajo. Y ella no tenía cómo rellenar la jornada ni con quien. O puede que sí. Pensó en ir al cine, así al menos, podría ver cierto sufrimiento y no sentirse única y sola en él.

La cafetería se había llenado a estas alturas y leer o intentarlo se había convertido en un imposible. Pero Pablo no quería marcharse. En su interior, algo le decía que debía permanecer allí, en su mesa de siempre, esperándola.

3 comentarios:

Yols dijo...

Yo también odio los domingos!
Me encanta la forma que has usado de contar las historias de cada personaje en un párrafo.

Almu dijo...

Aunq t escriba pocos coments, sigo tu blog, m meto casi todos los días y m encanta esta nueva historia, m parece mu original y q muxa gnte puede sentirse identificada, dspués d 1 ruptura, es normal sentirse solo...

Justo dijo...

Simplemente, me encanta!!! Y me da pena Carlos...