Remedio para la soledad VIII

En el silencio absoluto del piso sólo se oían las voces de los niños provenientes del parque junto al edificio, y su propia respiración. Lenta, muy lenta. El teléfono seguía marcando, sin embargo, Pablo no contestaba. Insistió un poco más… y siguió sin obtener respuesta. Las aletas de la nariz se le hincharon. Desvió su mirada al suelo, de pronto, avergonzada y consciente, apagó el teléfono. Él no pensaba contestar. No sabía si quiera por qué había intentado hablar con él si ya había dejado claro que no quería tener contacto con ella, al menos de momento.
Dejó el teléfono en el suelo, se sentó e intentó respirar serena. Todo había sucedido tan rápido, las imágenes a su alrededor le llegaban como pura confusión. Sus tacones corriendo por las calles, huyendo de una realidad reciente y espantosa, ella sobre aquel desconocido en su cama, Pablo abandonándola en su mesa de siempre en su bar de siempre, los recuerdos de abrazos y besos entre ellos dos, las caricias con aquel tipo que le producían cierto asco en ese instante, los sollozos, la incomprensión, la soledad. Intentó respirar. Necesitaba tranquilidad. Asimilar cualquiera que fuera la situación.
Se mordió el labio y miró a su alrededor. El salón estaba como de costumbre, mismos muebles, misma distribución, mismo nivel de limpieza, sin embargo, parecía otro sitio totalmente distinto. De pronto había cambiado. ¿O había sido ella?
Ojalá fuera una pesadilla. Ojalá pudiera irse a dormir y despertarse con la vida que había tenido hasta la noche anterior. Tenía que ser una broma, aquello no podía ser más que una broma cruel porque le dolía muchísimo.
No quería perder a Pablo, no quería estar sola, no quería noches con desconocidos sin ninguna clase de significado. Miró el sofá y encontró algo de lo que no se había percatado en el primer vistazo. El ejemplar de Otras voces, otros ámbitos de Pablo. Se le ocurrió una idea descabellada y bastante lamentable. Podría ir a la cafetería de la esquina de Barceló, su lugar de encuentro los domingos y entregárselo. Él apreciaría el gesto, sobre todo, al verla despejada, y tendrían la oportunidad de hablar. Sí, era perfecto.
Corrió a ducharse, se vistió (unos vaqueros y una camisa simple, para darle mayor tono de casualidad), se maquilló, agarró el libro, y tal cual, salió de casa. Con ímpetu y nerviosismo.
Caminó con presteza hasta su establecimiento y al llegar a la esquina, se paró. Pudo contemplarlo a lo lejos. Supo que era él por su cabello rizado y su espalda enorme. Y porque se había sentado en su rincón. Todo era como siempre salvo que no era como siempre. Dirigió la mirada al libro y la situación cobró su sentido ridículo inicial, al menos, pudo entenderlo ahora. No podía ir a verlo como si nada. Deseaba hablar con él pero no podía hacerlo así.
Le dirigió una mirada intensa, como si fuera la última, y dio media vuelta.
Pablo siguió mirando su cuaderno fijamente, totalmente inconsciente de lo cerca que Laura había estado de él.

3 comentarios:

Justo dijo...

Se aprecia lo que se tiene cuando se pierde, es una situación difícil por parte de los tres personajes que han salido hasta ahora.

Eres muy buena Nélida.

Anónimo dijo...

Me gusta Nélida!! describes muy bien los sentimientos de los protagonitas y la historia promete...La soledad es muy dura..y la protagonista ha entendido q no la puede llenar de cualquier manera...pobre Carlos con lo quedado q está! Creo q al final su verdadeero amor va a ser Carlos..cuando alguien te dice que se siente "asfixiado".. malo! yo voto por q sea Carlos!

Yols dijo...

Pues a mi me llama la atención lo cerca y a la vez tan lejos que nos encontramos a veces, de algunas personas, es curioso.