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La otra noche me senté en la cama a leer (soy una de esas personas que no saldría de su cama en todo el día y no precisamente para seguir durmiendo, disfruto haciendo cada pequeña cosa en ella, incluso comer... Mi cama es mi planeta, mi ínsula Barataria). Apoyé la espalda en la pared, dejé colgar mis pies como si fuera una niña pequeña y agarré con solemnidad el tomo entre mis manos. Me olvidé de los ruidos exteriores (en realidad no había ninguno, mi habitación no tiene ventana...), y me dipuse a leer. Mi concentración era absoluta, por ello me costó percatarme. Pero pasados unos segundos, comencé a notarlo. Uuuuuuh. Me extrañé un instante, pero no quise abandonar mi recién inaugurada lectura. Sin embargo, uuuuuuuuuuuuuh. Tuve que apartar el libro y girar la cabeza, dirigir mi oído hacia aquello. ¿Era un susurro? No era posible. Tal vez la televisión de algún vecino. No, esa respuesta no me convencía. El susurro comenzó a crecer progresivamente y para mi alarma, estaba hablándome a mí. ¡Estaba diciendo mi nombre! Corrí al armario, miré debajo de la cama. No había nadie. Y a pesar de todo, seguía oyendo esa voz pronunciándome. Excitada, trasladé la cama de lugar y encontré algo que jamás habría imaginado. Una pequeña puerta.

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