Una ventana discreta

Un ruido la sobresaltó y la devolvió al mundo de los vivos. Se había quedado dormida en el butacón. Movió la mandíbula para desplazar la dentadura y lanzó un sutil alarido. Odiaba quedarse dormida a plena tarde y tantas horas (que el televisor estuviera ofreciendo el programa de testimonios de las siete le indicaba el largo rato que había estado abstraída) porque eso no le hacía más que recordar lo vieja que se sentía, lo vieja que era. Mientras volvía en sí, lanzó una mirada a la joven e imponente presentadora del programa. Se tocó la que había sido su mejilla y notó su piel aterciopelada y suspiró resignada. Envejecer no era algo doloroso ni triste, simplemente formaba parte de todo el pack. Sintió un escalofrío, buscó con la mirada el chal que mantenía en el salón y al no encontrarlo, decidió hacer el esfuerzo sobrehumano de cerrar la ventana. En realidad, no era su cuerpo el que había envejecido sino su cabeza. Se dirigió hacia el cristal, agarró el picaporte para cerrarlo, pero la visión al otro lado la detuvo unos instantes. En la calle, sentada en un banco, había una pareja que se miraba con ojos tiernos. No se trataba de un par de adolescentes, tendrían más de veinte años. Evidentemente no era la primera vez que contemplaba una situación semejante, pero le gustó sentir que había algo especial en ellos, tal vez la ilusión de comenzar algo nuevo. Se escondió un poco para evitar ser descubierto y se recreó un poco más. Ella era menuda y muy bonita. Tenía ojos brillantes y enormes, que no le quitaban la vista a él de encima. Él sí que miraba, nervioso, a todas partes, pero le acariciaba la cara demostrando que estaba allí. Ante la imagen, no pudo evitar escapar un suspiro ni viajar al pasado. Recordó de pronto la última vez que se vieron. Era de noche, invierno y hacía mucho frío en aquel piso sin calefacción. Eran mayores que aquellos dos, unos veinte años más, pero se miraban del mismo modo. Sabían que ésa sería la última vez, no volverían a verse jamás y no quisieron decir nada. Tan sólo él la tomó de la mano, la agarró contra sí y empezaron a bailar. No tenían música pero ella imaginó The way you look tonight y cerró los ojos. Jamás olvidaría la sensación de su mejilla contra la de ella, y el calor de sus brazos alrededor de los suyos. Volvió en sí con cierta melancolía, pero también con la satisfacción de al menos haber sentido aquello.

Huidas

Se dejó llevar como otras tantas veces. Abrió los brazos y quiso volar y dejar de sentir. El tiempo dejó de existir, también su sentido y ella misma. Sólo hubo colores, parches e imágenes lejanas. Y muchos pies por todas partes, que chasqueaban contra el suelo. Pensó que sería divertido lanzar las páginas de sus pensamientos al aire. Sin más. Y lo hizo. No recapacitó (en esos momentos esa posibilidad jamás existía) de que tal vez alguien las recogiera y leyera su contenido. Y quedaría expuesta ante esos ojos escrutadores. Aquellas vías a su interior eran peligrosas porque nadie más que ella podría entender sus viajes-huidas. Ya era tarde para lamentaciones. Se había convertido en un ser obvio.

Tedio

El despertador suena como cualquier otra mañana. Alargo el brazo con la intención de derribarlo y disfrutar de cinco minutos más de descanso que se convierten en un par pues no soporto la idea de llegar tarde. Me levanto sigilosamente de la cama, con los años he conseguido controlar mis movimientos para que no se percate ni siquiera de que me incorporo. Una vez en pie, en la oscuridad, no puedo evitar contemplarla. Me gustan sus ojos mientras duerme. También sus labios contraídos como si dormir le supusiese un esfuerzo. Y sonrío como un gilipollas. Me dirijo a la cocina y allí enciendo la cafetera. El último modelo que adquirimos (en realidad fue un regalo de su madre) es increíble, prepara café en cuestión de dos minutos. Aprovecho ese tiempo para ir al baño y echarme agua en la cara y mirarme en el espejo. ¿Por qué será que cada lunes me asemejo tanto a un despojo humano? El café ya está listo y me siento en la cocina a saborearlo. Me lo tomo a pesar de que en cuanto llegue a la oficina me tomaré otro con los compañeros y tal vez unos churros. Lo bebo a pesar de que hoy no sabe a nada. Corro a vestirme y a terminar de asearme. Me vuelvo a mirar en el espejo y el traje no me sienta bien. Es extraño, porque es mi favorito, el infalible. Me aseguro de que he cogido todo lo que necesito y atravieso la puerta. Ha comenzado a salir el sol y el día parece más gris que nunca. Llega la hora del trabajo. Los compañeros hacen los mismos comentarios simples de siempre (aunque el viernes no me lo parecían) y las tareas del día me aburren sobremanera. Oh, no, ha vuelto a suceder.

El letargo

Cuando tomó la decisión, todos intentaron disuadirla. Sabían que había pasado por un shock importante (las pérdidas siempre lo son), pero esperaban que pudiera reponerse. Primero fueron consejos, luego ruegos. Todos le advirtieron que hacerlo no haría más que acentuar el dolor y que acabaría convirtiéndose en un fantasma, dejando de sentir poco a poco. Pero a ella no le importó.

Le habían explicado cómo hacerlo. Parecía más sencillo en las instrucciones escritas en aquel papel de periódico. Lo que no le predijeron fue la punzada de dolor que le inundaría toda la garganta y los ojos. Colocó el cofre a su lado y miró al vacío a modo de preparación. No necesitó valor, cuando se deja de sentir, el temor no existe. Se clavó el objeto con fuerza en la garganta y cayó al suelo inconsciente. En cuestión de segundos, su voz y sus recuerdos quedaron almacenados en aquel pequeño recipiente.

Al despertar, efectivamente, no era más que una sombra de aquella que había sido. Sus recuerdos no eran más que una nebulosa inexistente en su cabeza. A pesar de que no recordaba nada, agarró el joyero con nervio, una fuerza invisible los unía, y sabía que por algún motivo, debería mantenerlo cerca de sí misma.

Tras el incidente, muchos de sus conocidos no pudieron soportar verla en aquel estado de letargo. Sentían que aquella persona llena de vida y de historias se había disipado para siempre. Tan sólo uno de ellos quiso recordar firmemente sus palabras “No me queda nada en que pensar ni nada que decir, pero tal vez eso cambie, y si es así, volveré a ser la de siempre. Ya no depende de mí” y esperar.