Se iba quebrando poco a poco, muy lentamente y nadie se percataba de su descenso. Agachaba la cabeza y miraba por el rabillo del ojo, preguntándose si de verdad todos estaban tan ciegos, tan inmersos en sus propias infelicidades, que no eran capaces de notar su sonrisa marchita o su voz a punto de extinguirse. Siguió caminando, haciendo un esfuerzo sobrehumano, abrazándose a sí como apoyo, para no caer. Entre risas húmedas, se dio cuenta de lo ridículo de la situación. Siempre igual, siempre tratando de ser lo que los demás pretendían que fuera. ¿Y quiénes eran los de más? Una masa inexistente, con mayor autoridad en su cabeza que en ninguna otra parte. Todo, pero al fin y al cabo, nada.

1 comentarios:

Justo dijo...

Somos todos o la mayoría como tortugas, cada uno con su caparazón para protegerse, creamos nuestra propia imagen y no la creemos, imagen que mostramos a los demás, el problema es cuando el caparazón esta tierno, que con cualquier cosa se nos puede caer y dejarnos al descubierto.